56| Flor del Este.

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─¡Olivia, mira a la cámara por favor! ─pedían los de la prensa─. ¡Olivia, di algunas palabras! ─exigían.

Seguí caminando con la cabeza agachada, sólo podía sentir los flashes golpeando mi rostro.

Mientras la policía intentaba apartar a los reporteros logré avanzar hasta llegar al autobús, fue un poco difícil pero pude hacerlo.

Era un camión gris con ventanas abarrotadas hasta los dientes, a un lado estaba estampado el escudo de la prisión.

A medida que íbamos subiendo nos iban quitando las esposas y las máscaras para que cada una tomara un lugar en los asientos. El espacio del conductor iba dividido por una malla metálica que lo mantenía lejos del peligroso agarre de las reclusas.

Me tocó sentarme al fondo, por suerte mi silla quedó junto a la ventana, diagonal al asiento de Amaia.

La castaña estaba molesta, sin embargo no me importaba en absoluto, sólo tenía la mente centrada en esperar el paso de los días para finalmente regresar a Nueva York.

Una chica se posó a mi lado, tenía el cabello corto y unos enormes ojos verdes. No tenía intención en hacer nuevas amistades así que sólo ignoré su presencia y centré mi atención en la vista a través de la ventana.

Los reporteros habían rodeado el autobús, estaba acostumbrada a esto así que simplemente decidí actuar como si nada.

Todas las chicas habían subido al camión y ya se encontraban ubicadas en sus respectivos lugares, era hora de irnos.

El bus se puso en marcha y cada vez podía ver a los paparazis más lejos de mi.

Suspiré con fuerza deseando que la nueva prisión fuese un lugar medianamente agradable.

Observé al cielo y sentí mi cuerpo estremecerse, todo estaba oscuro y el viento sacudía con violencia las ramas de los árboles. 

Tragué saliva y me coloqué la mano en el vientre intentando palpar mis heridas.

¿Qué estará haciendo Victoria? ¿Acaso estará bien? ¿Estará pensando en mi?

Tensioné la mandíbula y perdiéndome en las calles de Jacksonville mi mente comenzó a divagar.

La prisión estaba realmente lejos, pude calcular que estuvimos en el autobús por aproximadamente unos cuarenta minutos. Me dolían las caderas y las nalgas.

Las calles estaban completamente vacías, podía contar con una mano los escasos autos que se cruzaron por mi vista. Todas las casas tenían las ventanas cubiertas con gruesos trozos de madera para protegerlas del fuerte huracán que cada vez estaba un paso más cerca.

De repente sólo se veía un enorme terreno vacío, sin casas, autos o tan siquiera árboles; sin embargo sentí un nudo formarse en mi garganta cuando mis ojos lograron visualizar lo que se aproximaba, la prisión.

Era realmente enorme, mucho más grande que la de Nueva York, bastante parecida a las que salen en televisión.

Las instalaciones de la cárcel estaban rodeadas con una triple valla metálica de aproximadamente cuatro metros de altura cada una y en la parte superior tenían alambrado eléctrico. 

Habían unas seis garitas repartidas en puntos estratégicos y en la cima de cada uno de ellos habían dos hombres que caminaban de un lado a otro mientras sostenían de forma amenazante un rifle cargado entre sus manos, estaban listos para clavar una bala en medio de ambas cejas a todas las reclusas que se les ocurriera la estúpida idea de escapar del lugar.

No tardé mucho en descubrirlo por mi cuenta, esta era una prisión de máxima seguridad, mi peor pesadilla.

Sólo podía suplicarle al cielo que mi futura compañera de celda no fuera una perra psicópata.

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