Capítulo 1: Con la frente marchita

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El acero de la verja lucía oxidado por distintas partes de ella, sin orden alguno. Lo que antes era de un negro oscuro, había perdido su intensidad y rozaba el color ocre. El carril que llevaba hasta ella seguía sin asfaltar, pero me fijé en que la tierra parecía algo más dura y resistente que en aquel entonces. Las matas que dibujaban el contorno del camino habían crecido más de la cuenta, como si hubiesen dejado a propósito que la naturaleza siguiese su rumbo. Desde allí, a lo lejos, podía vislumbrar la silueta de la casa continuando el camino que parecía llegar hasta su puerta. Aún seguía encontrándola imponente frente al entorno en el que se encontraba. Sus largos muros de robusta piedra parecían ser inalcanzables, tanto así que se disipaban entre las nubes bajas cuando los días eran nublados y se perdía gran parte de la caseta superior haciendo que la casa pareciese disminuir en altura. Ese día, como casi siempre, había una fuerte neblina y asimismo la casa desaparecía entre la calima, obligándome a achinar los ojos para poder atisbar, a duras penas, en lo que en ese momento todo aquello se había convertido. Yo seguía impasible, dentro del coche, con ambas manos en el volante casi rasgando con las uñas la piel de este. Mi respiración resultaba entrecortada, arrítmica y podría decir que incluso algo pausada. Todavía tenía la mirada fija en aquella instantánea de lo que había sido mi casa por veinte años.

Hacía tanto tiempo desde que me fui, que no recordaba el olor a hierba mojada que se producía al humedecerse todo el campo o el rastro que dejaban las ruedas de los camiones al salir de allí. No llevaba ni diez minutos delante de la puerta y ya había repasado en mi cabeza todos los momentos que viví entre esas vallas como si fuese una película fotográfica que acababa de reproducir frente a mis ojos. Rememoré aquella tarde cuando tenía siete años con ese vestido celeste de lunares blancos  que me quedaba tan largo que arrastraba en el suelo rozando contra todos los arbustos mientras yo saltaba sin cesar agarrada a la mano de mi madre. Reviví el dolor que sentí con aquel corte al caer de rodillas sobre las herramientas de mi padre y cómo brotaba sin cesar la sangre que descendía desde la articulación hasta el tobillo. Reavivaron el resto de dolores que creía haber extinguido por completo. Cuando uno puede mirar al pasado como si la vida le pidiese perdón por el tiempo transcurrido, se da cuenta de que ojalá todos los dolores hubiesen sido como aquella herida en la rodilla. Fue curioso, porque estaba allí parada, pero, sin embargo, aún me planteaba si bajar o regresar por el mismo camino por el que había llegado. Al fin y al cabo iba a ser igual de difícil saludar que coger la carretera de vuelta. Las uñas seguían corroyendo el material del volante y aunque la respiración había vuelto a ser vivaz, yo continuaba impertérrita en la misma posición. ¿Qué podía esperar después de diez años sin dar señales de vida? Pensé. ¿Acaso era mejor ahora que en esos días?, ¿y para qué había vuelto?, ¿para poner del revés la vida de todos, incluyendo la mía? No pude responderme ese día y considero que a día de hoy sigo sin hacerlo. Sea como fuere, después de aquello nada volvió a ser igual.

Dos golpes en el cristal hicieron que descendiese de aquella nebulosa en la que me encontraba mentalmente y focalizase todos mis sentidos en aquel punto. Era un hombre de edad avanzada que vestía con ropa holgada, rasgada y algo sucia. Su pelo era parcialmente canoso y sus facciones duras estaban acompañadas de una mirada penetrante que dejaba de serlo al estar sus ojos casi escondidos detrás de unas grandes bolsas que tenía por ojeras. Aunque en una primera impresión podría parecer siniestro, algo en mí dejaba posar toda la confianza sobre él. Bajé la ventanilla y la niebla se introdujo poco a poco inundando el más mínimo espacio de mi coche. Por suerte no era tan espesa como aparentaba y el rostro de aquel señor seguía siendo visible.

—¿Se ha perdido, señorita? —preguntó con una voz rasposa y grabe.

—No —dije tajante—. Gracias —respondí más amable después.

—¿Puedo ayudarla en algo? —Su voz me envolvió.

—¿Esa casa —pregunté señalándola con el dedo a través de la luna del coche— continúa siendo de los Torres Pérez?

Ante tus ojosWo Geschichten leben. Entdecke jetzt