Capítulo 27: Olvidar el amor

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Las palabras que Andrea pronunció una semana más tarde de mi llamada me confundieron por completo. Me senté en el sofá aún sosteniendo el teléfono y su voz en eco apagándose cada vez más en mi mente. Colgué sin despedirme y sin agradecer su ayuda. Todo se volvió tranquilo en aquel piso. El silencio penetró hasta en el más mínimo rincón de él. Mi visión era tupida, como tener una pequeña telilla blanquecina sobre el rostro. Como ver el entorno cuando uno llora a mares. No lloré. No estaba llorando por lo que dijo. Estaba confundida y mareada. Mi cuerpo se desvanecía poco a poco. Quizás tan lento que ni me daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Parpadeé numerosas veces y un ardor desde lo más bajo de mi vientre trepó hacia mi garganta. Tenía la boca seca y la lengua áspera. Me faltaba el aire.

Me faltaba el aire. No por Alejo. No por saber que buscar aquella cuenta bancaria había sido una calle sin salida. No había nadie tras ella. Una cuenta sin pasado. Una cuenta que se abrió y se cerró, que se utilizó y se dejó inutilizada, aquel mismo día en el que se fue. Una cuenta sin nombre ni persona real tras ella. Una cuenta que no existía. ¿Como Alejo? Tal vez él nunca existió. Puede que solo hubiese una idea mental mía. Un intento de escapar de la realidad. Un intento de inmiscuirme en las profundidades de la ficción para escapar de mi nueva vida extraña y, a la vez, corriente.

Me faltaba el aire. No por Javier. Eso lo sabía bien. Pronto se casaría y yo no tenía nada que ofrecerle. Un mar de dudas atrapado en encuentros breves y en una vida pasada que cada día se hacía más difuminado su rastro. No podemos mantener siempre el pasado. No podemos regresar a él ni darle vida. Nuestro hijo murió al nacer, como nuestro amor. ¿Cómo pudo hacernos eso? Mi cuerpo se desvanecía poco a poco en aquel salón hasta estar recostada. Pensé en él. Si no me hubiese engañado a lo mejor mi hijo habría salido con vida de todo aquello. Desvarié allí tumbada, en ese viejo piso que llamé casa en aquellas fechas. No creo, ahora, que aquello hubiese salvado a nuestro pequeño, pero supongo que a veces el ser humano busca vías en las que centrar su mente y su corazón. Yo lo hacía: buscaba posibles soluciones a un problema que no podía ser arreglado.

Me faltaba el aire. Quizás no por saber que nunca fui madre. Que nunca llegué a serlo y que mi hijo tampoco disfrutó de una. Él jamás sintió el cariño dulce de unos brazos que le cobijasen ni el beso húmedo en la frente de ningún ser humano. Mi hijo no tuvo amor. No corrió ni gritó. No pude escuchar su risa. Ni yo ni otros. Durante los años anteriores pensé demasiadas veces en él. Y calentaba mi culpabilidad con el pensamiento y las imágenes de alguien más siendo su familia. Cuando supe que no existió tal vivencia para él, decidí arremolinarme sobre mí misma y dejarme engullir por el frío sentimiento del odio. Del odio hacia una misma. Una lágrima cayó por mi mejilla tumbada ya en el sofá. Con la cabeza sobre uno de los cojines antiguos que mi madre cedió para mí.

Me faltaba el aire. No por mis padres. No por saber que les había destrozado la vida el mismo día en el que me fui. A ellos y a mis hermanos. Mi familia jamás volvió a ser la que era y yo había vivido con el recuerdo de una vida que ya no existía. Fingieron por mí. Fingieron al verme. O quizás no fingieron. Quizás yo no lo quise o lo supe ver. La lejanía de sus cuerpos. El rostro inexpresivo de mi madre. Fueron pistas que dejé pasar en aquella habitación sin llave.

Me faltaba el aire. No por ninguno de ellos en especial, sino por todos en conjunto. Creí que mi vida mejoraría al volver a aquel lugar. Pensé que lo que había experimentado en mis años en la capital era la soledad y, a veces, nada más lejos de la realidad. Solo debía de verme allí: tumbada en un sofá recubierto de una tela roñosa para ocultar las manchas de su tejido verdadero, malherida por haber encontrando las verdades de un pasado que consideré conocer por completo e insignificantemente sola en el mundo.

Cogí aire amplio y mi cabeza rodó por mi cuello. Volví a sentarme en el sofá y decidí retomar aquella Eva que llegó allí. Aquella Eva que quería conocer todas las verdades. Todas. Incluso si algunas doliesen más al recordarlas. Es lo que sucede en este mundo. Las heridas que hay que sacar siempre duelen dos veces: una cuando cuando se crean y otra cuando se curan. Yo las estaba curando todas a la vez y tenía el cuerpo encendido en dolor y la piel enrojecida por el escozor.

Ante tus ojosWhere stories live. Discover now