Capítulo 37: Buenos y malos finales

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Martín había invertido más tiempo del debido en desatar a Laia. Lo que nos dificultaba a nosotros la huida. Parte de la cabaña ya estaba en llamas. El olor era insoportable y el humo nos impedía ver. Martín tosía sin parar y yo intentaba respirar lo menos posible, que tampoco era algo muy inteligente por mi parte. Mi cabeza estaba confusa. Toda la habitación me daba vueltas y sentía mi cuerpo flotar por completo. No podía creerme que estuviese así. No en esas circunstancias. Laia salió corriendo en el momento exacto en el que Martín la desató. Por más que este trató de pararla, no pudo. La resistencia que mi cuerpo ejercía por mantenerme despierta era sublime. Jamás llegué a pensar que me encontraría en un lugar como este. Tampoco llegué a pensar que estaría tan tranquila como lo estuve. Martín insultó y maldijo mil veces a Laia. Se arrepintió muchísimo de no haber cumplido su promesa de no desatarla primero.

Sin embargo y, lamentablemente, el tiempo corría en nuestra contra. Él me pidió que lo desatase de las manos. Unió las suyas junto a las mías en la espalda y trató de guiarme para desatarle. Su estrategia era la mejor. Yo le desataría las manos y él lograría cogerme en brazos y sacarme de allí. Lo que no esperaba es que yo estuviese a cuestión de minutos de marearme y volver a quedar inconsciente.

—Estira de ahí. De ahí. Eso es. Hacia la derecha. Hacia tu derecha. Con calma. Lo estás haciendo muy bien. Lo estás haciendo genial, cariño. Deslízala por debajo de la otra. Eso. Eso. —Martín me indicaba.

Su voz era dulce y entrecortada. El humo había anidado en sus pulmones y yo la escuchaba más alterada de lo habitual. Más profunda. Más deshecha. Como si ya no formase parte de él. Como si cada vez se le fuese deshilando más y más y más... Tomé calma y seguí atenta a lo que él me mostraba. Nunca fui buena con las cuerdas. Nunca supe atarme bien los cordones. No sería esta una excepción. Mi lentitud se contraponía con la rapidez con la que el fuego se propagaba por la cabaña. Las entrañas me ardían y tan solo era el humo. No quería imaginar lo que debía de ser morir quemada. Ser consciente de que todo tu cuerpo está ardiendo. Me pregunté entonces si mi madre tuvo, al menos, la decencia de drogarlas. Si fue algo empática para hacer que ellas no lo notasen, que no sufriesen este calor infernal.

—Martín. Tengo que contarte algo —pronuncié.

—No hables. No hables, Eva. No malgastes tu voz. Te lo pido. —Cada vez se desdibujaba más y más en mi mente. Cada palabra suya era más lejana, más ausente.

—No te haré caso. Lo sabes. —Logré contestar casi sin voz.

—Por favor. Mantén la calma y déjame actuar.

—¿Has hecho esto antes? En la formación, quiero decir. ¿Has practicado desatar a alguien con el fuego en los talones?

—No. Pero creo que puedes confiar en mí.

Martín intentaba ayudarme también con sus dedos. Él tenía visión completa de las cuerdas. Eran cuatro manos trabajando a destajo para poder salir de allí. El ambiente era cargado y grueso. Costaba ver y respirar y hablar... Y hacer cualquier cosa básica que haría el ser humano. El fuego lo devora todo. Por completo. A veces, el pensamiento desastroso llegaba a mi mente y me imaginaba los gritos de Martín. Su cuerpo hundido en la tiniebla y las brasas. No podía pensarlo. No podía hacerlo. Se me atragantaba esa sensación de dolor profundo. No podría soportarlo. Preferiría morir antes que escuchar sus quejas de dolor. ¿Duele más el dolor de otros? Yo creo que sí. A mí me dolía mucho más el dolor de Martín que el mío propio. Así que, sí. Supongo que me creía capaz de soportar el mío antes que el suyo.

—El hijo no es de Javier. —Lancé al silencio—. Entre nosotros jamás ocurrió nada. Un pequeño beso y no fue cuando tú piensas. Fue mucho después. Ya tú no estabas. Te fuiste.

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