Capítulo 28: El caos

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Si me preguntasen hoy cómo definir el amor, quizás utilizaría la palabra caos. Confusión. Desorden. Para mí el caos tiene dos puntos de vista. Uno bueno, el caos bueno siempre produce después un maravilloso orden, una búsqueda de la verdad, de la realidad, de premisas que tienen como fin último una elección correcta... Y uno malo, el caos malo es el caos puro, el inicio del orden, la brusquedad, la desesperación, las dudas antes de las preguntas... Creo que ambos estados del caos son necesarios para entendernos. Para mí, entonces, el caos es todo lo que ayuda al orden, lo previo.

Yo estaba en ese caos. Estuve en ese caos durante muchos años atrás, pero en ese momento me había hundido hasta lo más profundo del caos. Como nadar en un agujero negro donde no sabes cuál es la salida, no hay caminos, no hay vías que elegir, no hay puertas... Solo la nada y una fuerza centrífuga que te hunde, te hunde y te hunde.

Dos días después de mi conversación con Javier, volví a los viñedos. Si Alejo había desaparecido de mi vida por elección propia, no me quedaría esperando a que regresase. Seguí investigando, sin obtener una respuesta favorable. Las horas se me hacían más pesadas. La huida de Alejo era un callejón sin salida. ¿Tan desesperado puede encontrarse uno para deshacer su vida de esa manera? Supongo que sí. Supongo que no pude juzgarle aquellos días, porque yo hice lo mismo. Yo había corrido lejos de ese pueblo y había abandonado una vida creada desde los cimientos en ese lugar. Yo tuve que ahondar en las raíces para poder desprenderme de ese sitio. Pero, tal vez, el lugar nunca puede salir de uno mismo. Quizás estamos condenados siempre a volver allí, ya sea en presencia o mentalmente. Ese pueblo, sus gentes y la oscuridad que siempre atrajo son difíciles y dolorosas de borrar.

Cuando aparqué cerca de la puerta, vi a Laia acercándose a su coche. Javier se mantenía lejano a ella, esperando a que se marchase y mi madre entraba en casa ocupada por una vieja conocida. Desde del auto, una vez lo aparqué, mi mirada se cruzó con Laia. Ella esbozó una leve sonrisa y me saludó como si siempre hubiésemos sido íntimas. Le devolví un saludo rancio a la vez que me bajaba del coche y mis ojos revolotearon por toda su figura, mientras ella pasaba de largo montada en un 4x4.

Agaché la vista, clavándola en la tierra seca y pisoteada por ruedas, para luego alzarla y cruzarme con los ojos de Javier. Anduve hasta él en silencio. Me esperaba con una sonrisa de lado y un sombrero mal cogido en la mano derecha.

—¿Vienes a trabajar? —pregunté pizpireta.

—A lo mismo que tú, imagino.

A lo mismo, no. De eso estaba segura. Yo venía a visitar a mi hermano. A resguardarme en mi familia, aunque fuese una familia rota en pedazos pequeños. A encontrar respuestas, a lo mejor.

—Sergio está ocupado con un inversor.

—¿Con un qué? —Fruncí el ceño y coloqué mi mano encima de mis cejas a modo de visera. Achiné los ojos clavando la vista en el punto al que Javier miraba, intentando conocer quién era el inversor con el que mi hermano estaba en los viñedos.

—Creía que lo sabías. Tú no llevas...

—No. No lo sabía. —Le interrumpí—. A veces me llevo sorpresas con esta familia. No suelen tener los papeles muy bien. —Sonreí, inventando cualquier cosa.

—Lleva ya años siendo inversor. No sé dónde lo consiguió. Tampoco sé cómo llevan tantos años y no le han rebanado ya el cuello a Sergio.

—¿Por qué dices eso? —Mi vista regresó hasta el rostro cálido de Javier.

—Porque no me da buena espina. Es un hombre con dinero, sí. Pero siempre viene con guardaespaldas, varios coches grandes aparcan en el camino de abajo para que nadie les vea, trae un montón de hombres y mujeres trajeados con carpetas... No sé. No sé. —Sacude su cabeza—. Yo no entiendo de la riqueza, a lo mejor se hace así, pero... es demasiado, ¿no?

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