Capítulo 8: Diez, tres y cuatro

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Es una lástima que no tengamos un botón de pausa como esos de los mandos de los televisores. Estaría genial poder parar el tiempo, al menos unos segundos. Poder respirar mientras todo está quieto y calmado y tomar las decisiones adecuadas meditándolas antes. Sería maravilloso. Haría que la vida nos fuese mucho mejor.

Alejo cerró la puerta mucho antes de que pudiese oírme. Mis palabras quedaron atrapadas en mi casa por un sonido hueco. Cerré los ojos y respiré varias veces. Yo tenía otras cosas mucho más importantes que hacer. Mucho más que estar detrás de ese tipo de historias. Cogí las llaves del auto y salí directa a casa de mi madre. Sentí que necesitaba compañía. Revisé el teléfono un par de veces por si me armaba de valor para llamar a Andrea.

—¿Vas a casa de mis padres? —pregunté en una llamada en altavoz.

—¿Tú dónde estás? —cuestionó ella algo nerviosa.

—Entrando al carril.

—¡Eva! No entres. No vengas. Estoy en tu casa.

—Andrea... Estoy en la puerta.

—Joder... Eva...

—¿Qué ocurre? —Escuché de fondo las palabras de mi madre antes de que Andrea colgase.

Me quedé inmóvil dentro del coche hasta que vi salir a Andrea seguida de mi madre. Ambas abrieron la verja del camino y conduje el coche hasta aparcarlo dentro. Las tres juntas nos trasladamos al interior de la casa. Aunque lo mejor sería decir que yo bajé y entré al interior de la casa seguida de ellas mientras dudaban de mi aparición.

—¿Por qué has venido? —preguntó mi cuñada.

—¿No puedo venir? Es mi casa...

—No es eso... Es que... Dios... —dijo mi madre alborotada con las manos como jarras.

—Me podéis explicar qué es lo que está pasando. —Mis ojos bailaban de una a otra esperando la respuesta.

—Es mejor que se vaya... —susurró Andrea a mi madre.

—¿Por qué? —Levanté los brazos algo desesperada por encontrar la justificación al recibimiento que me estaban dando.

Alejo acababa de intentar besarme. Estaba desconcertada y había ido a mi casa a encontrar una paz que de repente se había esfumado. Eso sin añadir a la ecuación que la actitud de mi cuñada hacia mí de repente era tensa y seca.

—Vuelve a casa ya, mi niña. Te llamo cuando llegues y hablamos por el teléfono. ¿Sí? —Mi madre posó su mano derecha en mi mejilla.

—Mirad... Tal vez no tenga derechos para exigir mucho en mi posición. Pero lamento anunciarles que no me iré de esta casa sin saber el motivo por el cual me queréis echar. ¿Es Felipe?, ¿es eso, Andrea? Hablaré con mi hermano si hace falta. —Giré mi cuerpo para ir hasta el porche exterior de la casa.

—¡No! Espera... Eva... Ahora mismo Javier está con Felipe abajo en los viñedos —afirmó.

Mi cuerpo se paralizó en mitad del enorme hall de la entrada de mi casa. Javier estaba allí. A metros de mí. Javier había ido a mi casa porque trabajaba con mis padres, pero ¿y yo? Yo... o sea, Marta. ¿Qué hacía allí Marta?, ¿qué explicación podía dar a que una forastera estuviese en aquel lugar y conociese a aquellas personas? Javier ataría cabos muy fácilmente. Laia ya había dicho que mi cara le era familiar. Diez años. Solo habían pasado diez años y un corte y tinte de pelo. Estaba claro que en algún momento se descubriría el pastel y estaba claro que posiblemente yo no estaría preparada para cortar un trozo de esa tarta.

Años. Muchos años esperando este momento. Lo repasé mil veces en mi cabeza. Tener a Javier delante. Ver la clase de hombre en la que se había convertido. Mirarle a los ojos sin miedos. Pedirle las explicaciones necesarias. Llorar la pena que todo aquello me supuso. Escupirle a la cara que me dolió; que todo aquello me marcó para el resto de mis días; que no solo huí de él y de mi familia, sino también de mí... Y eso... eso era una de las cosas que sentí que no podía perdonarle: que me hubiese hecho ser otra yo. Porque no estaba segura de que aquella Eva que fui en la capital y que era en ese entonces me gustase más que la que fui estando a su lado.

Ante tus ojosWhere stories live. Discover now