Capítulo 11: Verdades a medias y medias verdades

116 24 4
                                    

Alejo sabía mi nombre. Había demostrado con aquel último sustantivo propio que sabía cómo me llamaba. Él. Un chico que no conocía de nada. Un vecino, sin más. Una persona extraña, y desconocida para mí, sabía uno de mis secretos. Y no uno cualquiera. Sabía mi identidad. Aquello que había tratado de ocultar en ese tiempo. Me mantuve quieta agarrando el pomo de la puerta. Mis ojos se engrandecieron, tragué saliva y respiré entrecortado. Estaba nerviosa y furiosa y atormentada. Tenía que decidir si le enfrentaba cara a cara o si era mejor hacer oídos sordos, caminar hasta mi casa y encerrarme allí como si de una trinchera se tratase.

—¿Qué has dicho? —pregunté, como si no hubiese entendido bien, mientras me iba girando poco a poco.

—Has oído perfectamente lo que te he dicho —afirmó algo inquieto. No sé si porque pensó que no debió decirlo o porque estaba realmente asustado de mí. Alguien que no dice su verdadero nombre no es alguien de quien te puedas fiar.

—¿Por qué sabes mi nombre?

—¿Por qué lo ocultas? —contraatacó.

—Ese no es asunto tuyo.

—Hay muchas preguntas en el aire. —Hubo un silencio—. Además, estás en mi casa. Hicimos el amor. Creo que en parte sí es asunto mío conocer a una persona de la que no sé su nombre real.

—Te lo preguntaré una última vez antes de irme, ¿cómo sabes como me llamo, Alejo?

No dijo nada por unos segundos. Su mandíbula se mantuvo apretada callando todas las palabras que parecían querer salir de su boca.

—Si salgo por esa puerta, Alejo, no regresaré. Ni para oír tu respuesta ni para que tú escuches la mía. Dime, por favor, cómo sabes mi nombre.

—Lo escuché. —Alcanzó a decir apresurado.

—Lo escuchaste ¿dónde?

—El hombre que vino a verte... Él... Él dijo tu nombre. Las paredes son de papel. Tu salón y el mío están pegados. No escuché la conversación —aclaró—. Él grito una de las veces. Dijo algo así como: «¡Ya no soy un adolescente, Eva!». Cuando escuché Eva... me sorprendió. Luego presté más atención a sus palabras. No mucha —volvió a puntualizar—. Pero la suficiente como para oír que te llamó Eva alguna vez más.

—¿Cuánto más escuchaste?

—No mucho más. Te lo juro. Lo prometo. Luego... le escuché salir algo alterado.

—Viniste... Tú viniste a ver qué me pasaba, ¿por qué?

—Porque supuse que estabas mal.

—Pero sabías que te había mentido.

—Es irrelevante. Estabas destruida. Sabía que estabas mal y solo quise ayudarte.

—Eso no responde mi pregunta. ¿Por qué viniste a ayudarme si sabías que te había mentido?, ¿por qué no me dijiste antes que sabías mi nombre?

—Porque... Tal vez... Pensé que si tu sentías que tenías que mentirme, no iba a ser yo quién te lo impidiese. Si me mentiste fue por algo. He... he estado dándole vueltas, ¿sabes? Pensando por qué no dices tu verdadero nombre.

—¿Y a qué conclusión has llegado? —cuestioné mucho más calmada.

—A ninguna en realidad. Solo quería que supieras que si te estás escondiendo de alguien, eres una fugitiva o narcotraficante y la policía te busca desesperadamente; no voy a delatarte. Incluso si hubiese una suculenta recompensa. —Sonrió y agachó levemente la cabeza.

Por dentro me hizo sonreír aquel comentario, pero yo sabía que no podía mostrarla. No podía decirle que aquello me hizo gracia. Él no podía saber que me alegraba que él pudiese llamarme por mi nombre. No quería que notase que aquella revelación había supuesto para mí quitarme un peso de encima. Un peso que llevaba demasiado tiempo cargando.

Ante tus ojosWhere stories live. Discover now