Capítulo 35: Soltar pecados

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Estar de nuevo en aquel piso solitario tal vez no era algo que necesitase. Felipe y Andrea vendrían a visitarme a la tarde. Al menos eso dijeron. Después de tantos años guardando ese secreto, después de tantos meses esperando a encontrar la verdad; había olvidado por completo lo que se sentía la libertad. La libertad de mente. De estar tranquila. La Paz. El silencio dentro de mi cabeza. Me era tan necesario. Me fue tan importante haber sacado esta piedra de mi espalda, que me parecía extraño este ambiente de relajación. No era propio de mí. No propio de la Eva que ahora parecía estar presente.

El timbre de la casa sonó y todo mi cuerpo se inclinó por completo. Había salido del hospital sola. Había regresado a mi casa sola. No me importaba en absoluto estar más tiempo alejada de otros seres humanos. No me importaba sentir la soledad nuevamente. Era ya algo a lo que me había acostumbrado. Era ya algo cotidiano. Rutinario. Deslice mi cuerpo hasta incorporarme. La soledad no estaba tan mal. No tan mal como muchos creen, pero sí está mal la soledad que uno no desea. Así que, mientras me levantaba del sofá, deseaba que Martín fuese el que estuviese timbrando. Cerré los ojos y respiré con lentitud. Debía llenarme de valor para volver a enfrentarle.

Caminé hasta la puerta y coloqué mi cabeza tras ella. Puse mi mano en el pomo y lo giré hasta agrandar la apertura. El rostro no era nada parecido al de Martín. De hecho, distaba bastante de él. Lo que encontré fue una mujer. Una mujer delgada, esbelta, de pelo rubio y largo se imponía ante mí. Su expresión no era agradable. Más bien defensiva. Mis ojos se agrandaron y me estremecí. Laia colocó el dorso de su mano en mi puerta. Supuse que intentando pararla por si decidía cerrarla en sus narices.

—Necesito que hablemos.

—Creo que no tengo nada que hablar contigo —expuse.

—Yo diría que sí, Eva. Yo creo que debemos hablar muchas cosas.

—Fui tan idiota que permití que entrases en mi vida, Laia. Tanto que quisiste llevarte a mi prometido. Lo has conseguido, ¿no?

—Tú no sabes nada, Eva.

—¿Desde cuándo sabías que era yo? —pregunté tranquila.

—Desde que Javier nos presentó en el portal. Tal vez Javier estuvo enamorado de ti, pero yo era tu mejor amiga, te conocía como a mí misma. Sabría reconocer tu voz en cualquier parte. La odié por muchos años.

—Es mejor que te vayas. —Apreté la puerta para cerrarla.

—Déjame entrar. Debemos hablarlo.

—He dicho que no, Laia. Te lo repetiré varias veces si es necesario. No tengo nada que hablar contigo. No insistas, porque llamaré a la policía.

—¿A Martín?

Mis párpados se abrieron más y mis cejas se elevaron. Ella lo conocía bien. Conocía a Martín desde mucho antes que yo y seguramente muchísimo mejor de lo que yo nunca le llegué a conocer en aquel entonces.

—También lo sabías. También le conociste bien. ¿No fue así?

—Te estoy pidiendo, amablemente, que me dejes pasar, Eva.

Negué pausadamente con la cabeza. Ni siquiera tenía el más mínimo interés en saber su verdad o en entender su versión de los hechos. Poco a poco fue cerrando la puerta, a la vez que Laia poco a poco fue eliminando la presión que ejercía en ella. Descansé cuando choqué la puerta con el umbral y volví a apoyar mi cabeza en la puerta. El teléfono cortó el silencio que se habría instaurado en mi casa. Me di la vuelta y fui a buscarlo hasta la mesita baja del salón. El nombre de Javier parpadeaba en la pantalla de bloqueo. La línea para descolgar repetía el mismo recorrido una y otra y otra vez. Incitando a que lo cogiese. Incitando a que contestase. El corazón me temblaba por momentos y mi respiración se hacía costosa. El día anterior, en el hospital, fue cuando le confesé todo a Javier. Había descansado hasta entonces de tanta atención por parte de los demás. Tomé quizás la peor opción en ese momento: contestarle.

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