Consiguiendo justicia

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Cuando era pequeña en Scielo1, mi padre y yo solíamos mudarnos con mucha frecuencia. Me llamaba la atención, ya que en mi vida como Maya, mi familia y yo habíamos vivido en la misma casa siempre. Sin embargo, como niña pequeña, jamás me cuestioné el hecho demasiado. Ahora que sabía que mi padre y yo habíamos vivido de incognitos todos esos años, lo entendía mejor.

Sin embargo, ese apartamento, había sido mi hogar por más de siete años. Me daba algo de nostalgia abandonarlo; y al mismo tiempo, estaba mentalizada en que era lo mejor. Papá y yo viviríamos en un lugar más amplio y seguro, además de bonito; Amanda iría a diario y estaría lejos de Mauro.

Mi papá ya había empacado casi todo. Los muebles eran del apartamento y nuestras posesiones eran pocas.

Ian ayudaba a bajar las cajas al camión y Daniel, que había ido porque de seguro no tenía nada mejor que hacer, aprovechaba de husmear entre mis cosas. Creo que él era el más sorprendido por la forma en que la gente medianamente normal vivía en esa ciudad.

—Ian, lleva estas cajas y regresa por el resto —mi padre le ordenó sentado en una silla, tomando un vaso de agua.

Mi novio obedeció sin rechistar. Toda la mañana solo había seguido las ordenes de mi papá.

—Creo que estás disfrutando demasiado eso de mandonear a Ian —le dije sentándome a su lado, también estaba un poco cansada.

—¿Si no puedo abusar de tus novios, para qué los tienes? Debo aprovechar que quiere ganarse puntos conmigo —me explicó con cinismo.

—Tienes razón —consideré. Papá hizo el intento de levantarse y lo detuve—. Daniel y yo bajaremos al camión lo que falta, tú espera aquí, no quiero que te fatigues.

Tomé la última caja de la cocina y una de libros que estaba bastante pesada la dejé en la puerta para que Daniel la recogiera. Al salir me encontré con el enfadado rostro de Mauro. Pese al asco que le tenía, por una vez me alegré de verlo. Dejé la caja en el suelo del pasillo y saqué las llaves del apartamento de mi bolsillo.

—¡¿En verdad te estás yendo?! —preguntó furioso.

—No, solo saco a pasear mis cosas —le respondí con sarcasmo y de inmediato le tiré las llaves a la cara—. Quédate con la renta de este mes que te pagué por adelantado. Te lo regalo.

—Tú no vas a irte. —De imprevisto vino hacia mí y me agarró de la muñeca. No necesité ni defenderme, porque una voz grave llamó su nombre.

—¿Tu eres Mauro Acevedo? —Ambos volteamos hacia los dos oficiales de policía que salían del ascensor. Justo tras ellos estaban Daniel e Ian.

Mauro me soltó de inmediato.

—Sí, ¿algún problema? —preguntó con cierta alevosía.

—Vas a acompañarnos a la comisaría.

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