XL

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Cuando sus muñequeras y el collar se cayeron de su cuello, Arani no esperó mucho para dejarlas nuevamente en el suelo y caminar, o correr mejor dicho, hasta el muro de piedra. De memoria, buscó la piedra y la apretó abriendo finalmente la puerta que la llevaba justo a los pasadizos. Su última parada.

Entró al túnel oscuro, no se preocupó por tomar la antorcha que había en el suelo, simplemente continuó caminando con la mirada al frente y con el paso constante. De todas formas, ya había aprendido de memoria cada pasó que debía dar, cada pozo que debía esquivar, cada grieta que podía hacerla tropezar. Todos esos datos estaban en su cabeza, ahora solo debía caminar hasta el salón donde estaba la habitación de la fuente.

Caminó esos ciento cincuenta y siete pasos hasta llegar a la puerta de la cripta de los Kainhet. Desde allí otros ochenta y dos hasta llegar al salón donde estaban los diarios de su madre. Caminó esos doscientos treinta y nueve pasos que la llevaban directo a la fuente.

Y cuando se cortó la palma de la mano, apenas sintió la punta filosa de la piedra a un costado del muro, apretó su mano en un puño para apresurar el proceso y que su sangre cayera rápidamente al suelo. Cuando la primera gota tocó el suelo de piedra, solo pasaron unos pocos segundos para que el muro se moviera dejándole la entrada perfecta para pasar a la habitación.

Apenas puso un pie dentro, el asqueroso olor de la descomposición la abatió por completo. De reojo, observó las seis jaulas con restos de huesos y ropa raída, caminó entre las seis jaulas pensando en los terribles destinos que esas seis personas habían tenido antes de poder finalmente morir.

También pensó en todos los habitantes de los Pueblos del Norte, viviendo durante siglos con la incertidumbre de dónde estarían los restos de sus antiguos jefes. Seguro pidiéndole a los Dioses que sin estar sepultados los dejaran llegar a su Reino. Rogándoles algo de misericordia y paz para esas almas.

Se acercó suspirando hacia el pequeño altar donde flotaba la esfera de luz blanca que se encontraba rodeada por un escudo de color rojo. Allí, allí estaba la fuente de Kainhet, fuente que ella podía controlar.

Era su derecho de nacimiento.

Durante décadas ella había oído como las anteriores mujeres Kainhet habían mantenido viva esa luz blanca que rodeaba el Reino. Sabiendo que su bisabuela la había creado para luego heredar esa responsabilidad a su hija, y ella luego a su madre.

Durante décadas, le habían hecho creer que el Rey había hallado la manera de mantener en funcionamiento esa fuente por lo que no era necesario de una mujer Kainhet para revivir esa fuente cada tanto tiempo, y que si era necesario en algún momento, quién tendría el verdadero don de hacerlo, sería la hija de alguno de los Príncipes.

Claro que eso no pasaría nunca, porque en más de setecientos años donde cada Príncipe había nacido y hecho su vida, ninguno había tenido una hija que pudiera cumplir esa función.

Y gracias a los Dioses, Arani no querría ni imaginar cómo sería eso. Las cosas que le harían pasar a esa pobre niña.

Durante casi un siglo, le habían mentido en la cara. Ero jamás habría podido mantener viva la fuente, la única que podría hacerlo sería una mujer que haya nacido de otra Kainhet. Como lo había hecho ella de su madre, y su madre de su abuela.

Cuando estuvo junto a la luz, observó ese campo rojo que la rodeaba por completo. Extendió sus manos suspirando una vez más, para ponerlas cerca del campo rojo, pero al instante, pequeños hilos conectaron con su mano brillando para luego lanzarla lejos haciendo que su espalda chocase contra una de las paredes robándole el aliento por unos segundos.

Apoyó los antebrazos sobre el suelo tosiendo por el golpe en su espalda que había dejado sin un solo gramo de aire a sus pulmones, respiró hondo antes de apoyar sus pies nuevamente y levantarse sacudiéndose el polvo.

El Trono de Hielo #2 (TERMINADO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora