EPÍLOGO

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40 años después de la Guerra de Luz - 30 años luego de irse de Kainhet

Arani despertó otro día más.

Se removió en la enorme cama de su habitación y suspiró desperezándose.

Se sentó en el centro de la cama observando como los suaves y cálidos rayos del sol entraban por los enormes ventanales y como las paredes iluminadas brillaban. Salió de la cama estirandose y caminó directo al vestidor decidiendo vestirse ese día con una camisa sin mangas de color celeste y unos pantalones de cuero negro, se ató las botas y se observó en el enorme espejo de cuerpo completo para poder peinar su cabello.

Tomó cada uno de sus mechones de cabello dorado y largo para amarrarlo en una coleta, luego observó su rostro.

Desde hacía años se había amigado con los vestidos, había superado y aceptado en su mayoría los traumas y varios recuerdos de su infancia, donde usar un vestido bonito y tocar el piano, la había llevado a casarse con un hombre que no conocía.

Su piel tersa y medio bronceada, la pequeña cicatriz que tenía en la ceja derecha, observó el collar que Ihan le había regalado en su último cumpleaños. Una simple cadena de oro rosado trenzado y con pequeños diamantes distribuidos en toda su longitud, y en el medio del collar colgaba una gema turquesa en forma de gota de agua.

Luego observó sus brazos descubiertos, limpios de cicatrices, al menos hasta que llegaba a sus hombros, allí comenzaban a verse pequeñas líneas claras que hacían su camino hacía su espalda, donde varias líneas iguales de distintos grosores y tonalidades se encontraban, una junto a la otra, cruzadas y dándole un relieve desigual a toda su espalda.

Al ver todas las cicatrices de su cuerpo, Arani ya no lloraba como en los primeros años. Ya no le molestaba verse a sí misma en el espejo. Pero aunque las marcas en todo su cuerpo ya no la atormentaban, las marcas en su mente sí lo hacían.

Luego de cuarenta años de paz en Azkar cada cuerpo seguía atormentando sus días y noches.

Incluso teniendo ciento treinta y cinco años las cosas del pasado seguían doliendo como cuando tenía noventa y cinco.

Sacudió la cabeza quitando todos esos pensamientos negativos y salió del vestidor para acercarse a la misma mesa de siempre y colocarse para colocarse dos anillos.

El anillo que la nombraba nobleza de Kainhet aunque hace tres décadas no pisara esa nación, ella era una Kainhet. Era su esencia y aunque sus recuerdos la torturaran eso no cambiaría.

Debía comenzar a separar las cosas. Ver verdaderamente quiénes eran los Kainhet.

Un anillo de oro con un cristal de diamante en la punta. Los diamantes de sangre ya no representaban más a Kainhet, no desde que ella tomó el trono, no desde que le habían dado la corona de Luz.

Y por último, el otro anillo, aunque más simple igual de importante para ella.

Un simple anillo de plata que Mary le había dado cuando era una niña. Un anillo que le habían quitado al mandarla a Ikhia y que ella había pensado que se había quemado, pero no era así. Lo había encontrado en esa misma chimenea, escondido entre las piedras, refugiado del calor. Intacto.

Lo había mandado a refaccionar y desde entonces no se lo había quitado nunca.

Puso en sus orejas unos aretes rojos que Ruth le había regalado en Ilhea muchos, muchísimos años atrás, poco después de que su nieta naciera. La cual tal y como lo relataban las cartas de Kalena era idéntica a su abuela, incluso teniendo apenas cuarenta años.

Desde que se había ido de Kainhet habían sucedido muchísimas cosas.

Había pasado meses vagando por todo Azkar, por Nahobian, Ethesbba, la tribu montañés e incluso Ilhea. Siempre había escondido su identidad gracias a la magia que ahora poseía, al final de todos esos meses llegó a la Corte hada, donde Glyn la recibió en su papel de Lady y donde vivió durante dos años antes de descubrir que lo que ella necesitaba no era un lugar nuevo donde vivir.

El Trono de Hielo #2 (TERMINADO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora