Capítulo 12: Cerrando ciclos

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Luka.

La luz del sol entraba a través de mi ventana lo suficiente como para bañar con su luz dorada mi cama y espantar el poco sueño que uno podría tener a las siete de la mañana luego de tener pesadillas con camisas de fuerza y el cadáver de una castaña.

Sobé mi rostro. Ese dolor constante en mi cabeza haciéndome fruncir el ceño, por lo que me incliné en mi mesita de noche para tomar las primeras dos pastillas de ese día con un vaso de agua que seguramente Estela había dejado allí para mí antes de irse.

Aunque me irritase, no podía negar lo buena madre que era. Quizás un poco ciega, pero aquello era todavía mejor.

Estela nunca se dió por enterada de mi excursión de hace dos semanas.  Afortunadamente. Tampoco entró a la fuerza a mí casa un escuadrón de la policía clamando mi nombre. Aunque eso no evitó que estuviese vigilando a través de la ventana de mi habitación cuan halcón hambriento cada que escuchaba un ruido afuera.

Por otra parte, yo... Estaba enojado.

Mi plan no solo había sido un completo y rotundo desastre, sino que posiblemente lo había jodido aún más todo. Como si acaso mi situación ya de por sí no hubiese estado lo suficientemente mal.

Me estiré en la cama, la pereza había vuelto una vez tuve la certeza de que nadie me arrestaría, aunque aquel coche negro seguía rondandome, y cada vez me era más difícil evitar que Oscuro estampase una roca contra el parabrisas.

Hoy tenía el día libre en el trabajo, además había la suficiente paz en la casa como para saber que Estela debía estar en su oficina.

Me levanté de mi cama y me aproximé al baño. Observé mi reflejo en el espejo, las ojeras que el insomnio empeoraba cada día. Aunque seguía descomunalmente guapo, obviamente. 

Me quité la ropa para darme una ducha de no más de diez minutos antes de bajar a prepararme algo de comer.

Había pasado un tiempo considerable, después de lo ocurrido y comenzaba a creer que quizás lo mejor sería no acercarme más a Samanta. El coche siguiéndome era un frío recordatorio que quizás era lo mejor. Quizás, si tan solo yo no volvía a parecer las cosas siguiesen su rumbo sin mí.

Lo veía más como una esperanza tonta, puestos la evidencia que arduamente habían sembrado en mi basura hace ya cierto tiempo. Ni porque me escondiese debajo de una roca, creía que aquel imbécil dejase de incriminarme. Para mí desgracia y la de mi trasero, todo indicaba que si no hacía algo, la carcel era mi futuro cercano.

Mientras me disponía a devorar mi desayuno, saqué la libreta de dibujos que estuvo conmigo durante mi estadía en el psiquiátrico. Estaba en mi mochila, escondida a la vista, como eran los mejores escondites.

La había mantenido oculta de todos, por supuesto, no creía que dibujos sobre la chica que debía olvidar me hiciesen parecer menos obsesionado con ella.

Le di una breve mirada a su tapa color rojo, ya desgastada y a penas sosteniéndose allí por si misma.

Hace mucho tiempo esa libreta había dejado de tener el mismo valor para mí. Hubo un punto, muy posiblemente entre una sobredosis que casi me mata y la dosis exacta de medicamentos, en el que Oscuro perdió fuerza en mi cabeza y el recuerdo de Sami se hizo menos constante. Quizás había conservado esta libreta más por una estúpida necesidad de aferrarme a algo. Lo que fuese.  Aunque, ya era momento de dejar atrás ese capítulo de mi vida. Mejor ahora antes que otra persona lo vea y en verdad se joda todo bien al demonio.

Salí hacia la parte trasera de la casa y encendí el asador para esos días de parrillas que tanto ha presumido Estela pero que aún no terminan de llegar. Y sin una sola gota de remordimiento, arrojé el manojo de papeles al crepitante fuego.

Retratos y dibujos, algunos de Sami, aunque también de otras personas o incluso animales. Lo único que tenían en común eran sus finales, sus expresiones, la muerte de una u otra forma brillando en sus ojos.

Lo ví arder, sin sentir nada, incluso, pasados par de minutos perdí mi interés. Pasee la vista alrededor de las baldosas rojas del suelo, el jardín y las lámparas de las paredes antes de ingresar a la casa a por un refresco y por una bolsa donde finalmente recoger las cenizas de mi delito, asegurándome de que no se pudiese distinguir nada incriminatorio de los trozos más grandes.

Me dirigí al frente de la casa entonces. Atravesé el camino rodeado de plantas de rosas rojas que tan arduamente cuidaba Estela en sus tiempos libres y arrojé la bolsa con cenizas directo al cesto de basura.

Justo cuando bajaba la tapa, sintiendo una especie de ¿Paz? Tal vez. Una voz bajita y fangosa pronunció mi nombre a la distancia. 

Me volví a la casa de al lado, encontrándome a Marthica justo en el borde entre su terreno y el nuestro. La encorvada mujer con más arrugas que cabellos me sonrió con la dulzura que supuse que tendrían las abuelas. —Luka. Justo estaba pensando en ti, hijo. –Hizo el intento de limpiar sus manos manchadas de negro con un delantal que tenía en torno a su habitual pijama de flores tropicales.  —Preparé algunas galletas con chispas de chocolate. Espera aquí un segundo mientras te traigo algunas.

Sonreí de lado, tratando de no soltar una risita baja ante lo cubierta de hollín que estaba Martha. Incluso Oscuro tenía la decencia de guardar silencio cerca de la mujer. —¿Otra vez tuvo problemas con el horno?

Martha, quien había comenzado a emprender una lenta -Desesperantemente lenta- marcha a su puerta, se detuvo y giro la cabeza asintiendo con un poco de vergüenza. —Ese gastado cacharro, le había dicho a Stev que lo cambiara hace muchos años, pero nunca me escuchó, ese viejo terco.

La dulzura en su voz iba discorde totalmente a sus palabras. —Dejeme echarle una mano mientras pruebo sus galletas. –Ofrecí. Era una vieja orgullosa y terca, no le gustaba pedir ayuda la mayoría del tiempo. Al principio, acudía a su casa por las demandas de mamá, aunque ya era más por iniciativa propia. Descubrí que la solitaria señora y yo teníamos algunas cosas en común, entre ellas, nuestro gusto por el arte. 

Martha volvió a asentir, aumentando la oferta con un vaso de leche a cambio de mis servicios en su hogar. Era una cosa arrugada y tierna que desde la muerte de su esposo, pasaba la mayor parte del tiempo sola, a excepción de las ocasionales visitas de su hijo y nieta.

Comencé a seguirla a su hogar entonces, lentamente y sin necesidad de decir otra cosa. Claro, no sin antes notar con irritación el mismo auto negro dar su habitual recorrido por mi calle. Resistí el impulso de Oscuro de mostrarle la longitud de mi dedo corazón y cerré la puerta detrás de mí.



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