CAPÍTULO 30

49 8 2
                                    

A dos pasos de Soreigh, caminaba, vestido con la única ropa que poseía por el momento el joven Juan la misma que todos los guerreros. Los pobladores de la torre a pesar de llevar veinticuatro horas viéndole caminar de aquí allá, y hacer los trabajos como los demás, aún continuaban quedándose absortos en el gran cambio físico del muchacho. El chico, aunque sintiendo su sombra a su espalda mientras bajaba a ver los animales vestida con el equipo de protección, no parecía llevarlo muy bien.

La zona destinada a los animales estaba dividida por corrales o zonas. Tenía luz natural, aunque como toda la torre, ventanas protegidas con cristales antiradiación. Debíam de estar limpiando desde muy temprano, pues parecía todo como si fuese a pasar revista en vez de tomar muestra. A un lado había una especie de granero para guardar el alimento y el agua corría por canales para que estos bebieran a placer.

La doctora se acercó primero a los más pequeños. Eran animales extraños en su planeta, no había nada parecido allí. En vez de piel o pelo tenían una cubierta de extraños filamentos, suaves, que nacían de otro más grueso. Tenían cresta y el sonido que emitían era gracioso. Tenían patas, con cinco dedos, nada de extremidades superiores al uso, sino algo que llamaban alas , fuertes uñas aunque cortas, una protuberancia dura en punta curva donde debía estar su boca y no veía por parte alguna sus oídos, eso sí, una roja cresta coronaba sus cabezas que se movían graciosamente al andar. Miró la información facilitada por Lucía y sonrió mirando a

––¿Gallinas?––preguntó la mujer.

––Y algunos gallos, doctora. Más allá tenemos patos y pavos. Todos ponen huevos––dijo un jovencito que estaba en ese momento echando grano en el comedero.

––Ajá, aves, aquí tengo también dibujado su sistema circulatorio. Tomar una muestra de su sangre no será sencillo como el de los demás mamíferos. ¿Podrías atrapar uno de ellos?––preguntó a Juan, el cual seguía a su lado.

––Yo lo haré señora, «Pequeño Jonh», pesa ahora demasiado y no creo que sea tan rápido como antes.

Un músculo en la mandíbula del joven se endureció, notó también su aura volverse iracunda. Aunque mantuvo su compostura.

––No todos podemos ser perros perdigueros Andrew––soltó sin embargo Juan con sorna.

––Ni la dama necesita aquí un perro guardián...––contestó el otro joven casi la mitad de tamaño de Juan con un guiño.

Soreigh alzó las manos.

––Demasiada testosterona, chicos, haced el favor, este es un trabajo serio.

––Sí, señora––dijo el tal Andrews, un pícaro jovencito que no llegaría a los dieciséis o diecisiete años, según los cánones de ese planeta, apenas un niño en el suyo. Era alto y desgarbado, como si le faltase aún seguir creciendo.

Mirando bien al pequeño sujeto emplumado, bastante tranquilo a pesar de estar tomado en bazos del muchacho.

––¿Puedes extender una de sus alas? He de tomar una muestra de sangre.

El ave se revolucionó un poco cuando Andrew con habilidad la sostuvo aunque emitió lo que Lucía llamaba un «cacareo» que hizo que el resto de su clase emitiera parecidos o iguales sonidos. Se comunicaban entre ellos. Curioso, pensó Soreigh. Buscó la vena Basilica al tacto, entre el húmero y el supuesto codo del ala. Sintió bajo sus delicados dedos el palpitar de la sangre, y con el máximo cuidado posible le extrajo la muestra y la etiquetó, Patos, pavos, y palomas de diverso color en su plumaje. Tras ellas cabras y ovejas, caballos, y los dromedarios recuperados a la supuesta banda de ladrones que pretendió atacar el refugio la noche que el comandante puso pie en tierra.

CONTACTO EN LA ÚLTIMA FASEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora