CAPÍTULO 65

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Se sintió morir nada más que la alejaron de ella, de la frágil mano de su pequeña Danni, y de su hijo nonato. Había sido un estúpido. ¿Quién le salvaría de la sentencia de muerte que pendía sobre su cabeza? Y no solo le afectaría a él, los brazaletes le unían a su compañera a través de l eternidad, poco a poco acabarían con su vida y la de su bebé en su pequeña tripita. Ni siquiera llegaría a nacer. Había condenado a esa mujer al mismo destino que él sufriese.

Aunque lo tuviese merecido, aunque no hubiese intentado hacer más por comunicarse con esos seres del planeta rosado. Debía de haberse mostrado menos violento, ni recurrir de inmediato a la fuerza tras el primer ataque por parte de esos humanoides. Tendría que haber permanecido en calma y hacerse entender. Al volver, Lucía contó todo lo que le había ocurrido a Danni y a las demás mujeres, todo llegó a sus oídos. Fueron confundidos con los malditos Lacertis, ellos sí que atacaban y destruían todo , salvo a los seres que pensaban esclavizar, como mujeres y niños que ya pudiesen trabajar. Incluso exterminaban ante los ojos de sus madres a los bebés lactantes y a las mujeres en cinta. Ellos solo habían caído en ese planeta por accidente, tendrían que haber mostrados sus rostros en vez de los cascos que ocultaban la cabellera plateada de su raza. Quizás entonces hubiesen tenido una oportunidad.

Era culpable. Jodidamente culpable.

Maldita sea, siempre fue demasiado vehemente, por decir algo a su favor. Era un maldito cabezota que respondía a todo ataque sin pensar. El haberse criado desde apenas un niño en el ejército al desaparecer toda su familia, la cual vivía en uno de los puestos más alejados de vigilancia, sobreviviendo él solo y a duras penas, no supo de otra familia, nadie lo adoptó, salvo la academia pues ya tenía nueve años , cerca de diez, la edad más joven de los que entraban como cadetes. Aún siendo un «Sangre Pura», no tuvo un valedor, nadie que se interesase por él. Estaban demasiado recientes los ataques de ese pueblo escamoso para que alguien recogiera a un crío abandonado de una de las naves vigía en una luna en el borde más alejado de los dominios de NovaTerra.

Nunca supo lo que era el afecto, una caricia , que alguien se preocupase por él, simplemente porque le amaba. Y ahora que tenía al alcance de los dedos lo que secretamente siempre deseó, una compañera, un hijo, él mismo se lo arrebataba por no haber sido más comedido e intentar un acercamiento amistoso a las gentes del primitivo planeta rosado.

Sentado en el camastro, con la cabeza entre sus manos lloró, como nunca hubo hecho desde que era un crío, por sus padres y hermanos muertos a manos de los Lacertis, por haberse escondido entonces y no haber salido a defenderlos, o al menos a seguirlos en su destino. Lloró por todas las veces que se sintió dado de lado, sufrió ofensas, por ser un huérfano recogido por el ejército y entrenado como una máquina de matar, un arma en sí mismo, aunque no era un idiota ni le faltó inteligencia, subió en el escalafón gracias a sus éxitos en difíciles misiones.

Ahora, tras su primer fallo, ya no hubo compasión, ni empatía por tener una compañera embarazada, estaba condenado de antemano por las vidas perdidas, vidas mucho más valiosas que las suyas, hijos de familias preeminentes de un planeta casi extinto.

Él no era nada, tomó una mala decisión, y ahí se acabó todo.

No debía de haber arrastrado junto a él al ser más puro que jamás conoció ni al inocente que albergaba en sus entrañas. La única mujer que vio más allá de sus malos modos, su rostro surcado de cicatrices, su posición siempre a la defensiva. No temió a su complicada personalidad. Ni que fuese tres veces más enorme que ella, era una criatura tan pura que encontró la luz escondida durante tantos años en su interior. Ella que tanto sufrió en su vida, había sido su salvadora, y él sería ahora su verdugo.



En el momento que Tarigh se alejó del principal de los consejeros, Hivretj, y de su hija, y se introdujo entre el gentío que llenaba la gran sala del Consejo, algo cambió a su alrededor. Recibió los saludos de los demás consejeros, las sonrisas cómplices de quienes reconoció como partidarios del padre de su futura compañera, y los de los otros, de forma mucho más seca.

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