Capítulo 23

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Aparecieron tras unos segundos en una montaña que Sidon no conocía. Se sentía un poco mareado por el teletransporte, pero se acostumbró segundos después. Tras ellos estaba el santuario de Moratt, aunque el zora no le prestó demasiada atención a aquella construcción. Ya estaba atardeciendo, con lo que la naturaleza parecía teñirse de un hermoso naranja que le transmitía una inmensa paz.

El viento soplaba, trayendo brisas frescas y vigorizantes que lo llenaron de energía y ánimo. El príncipe contempló, ensimismado, los grandiosos paisajes que se extendían más allá; la fauna y la flora que los rodeaba y el leve balanceo de los pinos meciéndose con el viento.

A su lado estaba el hyliano, que aguardaba a que Sidon acabase de deleitarse con las vistas. El príncipe lo miró, sonriente.

—¿Dónde estamos, Link?

—En el monte Satoly, en las colinas de Hyrule —contestó él, llevándose las manos a la cintura—. ¿Nunca has estado?

—Me temo que no, solo lo he visto en mapas... Apenas he salido de la región de los zora, aunque te parezca extraño.

Link abrió más los ojos en una expresión que transmitía un poco de sorpresa. Se quedó en silencio durante unos segundos antes de hablar.

—Entonces ven. Me gustaría enseñarte algo.

El hyliano agarró su mano y empezó a subir la cuesta de la montaña, guiándolo. Caminaron juntos durante un minuto, aunque hubo un momento en el que Sidon tuvo que coger a Link entre sus brazos y seguir sus indicaciones, pues todavía estaba demasiado débil como para caminar.

Poco más tarde llegaron a la cima y pasaron por una enorme grieta entre dos estructuras rocosas. Lo primero que vio Sidon tras cruzarla fue un bello cerezo que lo dejó maravillado. Había una pequeña laguna con pétalos rosas flotando sobre ella, princesas de la calma que brillaban con la luz del atardecer, y... unos extraños seres que jamás había visto. Eran pequeños, azules, y se asemejaban a conejos pero con rostros extraños y místicos. Corrían de aquí para allá, felices y libres.

—¿Qué son esas criaturas?

—Shhh —le calló él, antes de susurrar—. Son muy asustadizos. No hagas ruido.

Ambos se quedaron un buen rato observándolos, mientras la tarde seguía cubriéndolo todo de colores cálidos. Los animales correteaban juntos, jugaban o se acicalaban. Se veían tan mágicos que parecían sacados de un sueño. Le transmitían inocencia y paz, como si estuvieran hechos de la luz más pura que existía. Una luz que jamás había sido tocada por la maldad y la oscuridad. Sidon se quedó absolutamente hipnotizado viéndolos mientras sentía su pecho llenarse de emoción por lo desconocido.

Más tarde, uno debió de verlos, pues alertó a los demás y salieron huyendo enseguida, desapareciendo de la nada como si jamás hubiesen estado allí. Link soltó una suave carcajada entonces.

—Vaya, nos vieron. La buena noticia es que ahora tenemos el lugar para los dos —dijo el hyliano, mirándolo.

Link cogió su mano de nuevo y empezó a llevarlo hasta el cerezo. El zora se maravilló por la hermosa imagen de la espalda de Link mientras lo dirigía hacia allí, con aquel cabello que se volvía dorado bajo la luz del atardecer.

Cuando llegaron al árbol, se sentaron bajo él, muy cerca el uno del otro.

—¿Qué eran esas criaturas, Link?

—Rupinejos. Son unos espíritus con forma de conejo que descubrí durante mis viajes. Si los golpeas sueltan rupias, aunque yo prefiero no hacerlo.

—Oh... Me suena haber escuchado sobre ellos, pero no sabía cómo eran —contestó con sinceridad—. ¿Me trajiste para verlos...?

Lo que nunca dijimos (Sidlink)Where stories live. Discover now