Capítulo 49: el secreto cambia vidas sale a la luz

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ATENEA

Llegar a mi hogar se sintió como un sueño. Allí estaba mi madre, en la entrada de nuestra casa, sacudiendo la mano, y mi padre sosteniendo a Thor, nuestro perro, para que el auto en marcha no lo dañara. Estábamos avanzando por la entrada principal de nuestra casa de verano, en la costa de San Francisco. Siempre pasábamos las fiestas aquí en vez de en nuestra casa del centro, porque el paisaje era hermoso y la usábamos siempre en vacaciones.

La casa era gigante: estaba rodeada de césped, plantas y fuentes por todas partes. Teníamos salida directa a la parte del mar, y la casa en total tenía tres pisos y demasiados metros cuadrados. Habían exagerado con el tamaño, pero a ellos les gustaban las cosas extravagantes.

El chofer que siempre contrataba mi familia frenó en la entrada y mi padre por fin soltó a Thor, que vino corriendo y jadeando hasta nosotros. No tenía raza, sino que lo habíamos encontrado una noche tirado cerca de la playa en pésimas condiciones. Su pelaje era una mezcla de negro, marrón y blanco, y tenía un tamaño muy parecido a un Ovejero Alemán.

Coloqué mis gafas de sol en la cabeza y bajé del auto. Thor me saltó encima y mi celular cayó al piso.

— ¡Thor!—gritó mi madre mientras caminaba hasta nosotros.

Reí y lo seguí acariciando. Luego levanté el celular y respiré hondo antes de darlo vuelta, pero por suerte no estaba dañado. Thor siguió dándome besos en la cara, pero después fue a saludar a mis hermanos. Suspiré y miré la escena, a toda la familia junta. Los había echado muchísimo de menos.

—Buenas noches, Atenea—me saludó mi madre y me dio un gran abrazo. Era más alta que yo, y de ella habíamos heredado casi todo: nuestro pelo rubio, ojos azules y la figura esbelta. De papá, habíamos sacado sus labios y pómulos. Él era un poco más bajo que mamá, con el pelo un poco canoso por la edad, y unos ojos color chocolate que eran muy lindos.

—Hola—la saludé con una sonrisa y la apreté un poco en nuestro abrazo.

—Quiero que mañana me cuentes cada detalle de tu primer semestre, hija—dijo y me soltó. — ¿Ustedes no piensan saludarme?—acusó a mis hermanos, con una mano en la cintura.

Todos se enroscaron en un abrazo y seguí caminando con mi valija hasta la entrada. Mi padre me dio la bienvenida con otro abrazo y me ayudó a subir la valija por las enormes escaleras. La casa tenía un estilo griego, con columnas enormes que separaban la galería del césped.

— ¿Volaron bien?—preguntó y me miró con una sonrisa—. ¿Has crecido? Siento que no te veo desde hace siglos.

Reí. Le conté que el vuelo estuvo genial, pero que estaba muy cansada. Le avisé que no iba a cenar y me embarqué a mi habitación, en el primer piso. Todo estaba tal cual lo había dejado: los cuadros que había pintado de personas desconocidas en la pared, mi atril al lado de la ventana del balcón, mi cama con su manta rosa, mi tocador, mi vestidor ordenado... Las vistas desde aquí daban directo a la playa y había una brisa hermosa. Abrí las ventanas, salí al balcón y me senté en uno de los sofás. Desde aquí se veían todas las estrellas, y no pude evitar recordar cuando las miré con Cameron.

Tampoco podía evitar pensar en cómo había resultado todo. En esta misma habitación había fantaseado con él centenares de veces, había investigado cosas de su vida en Instagram, había imaginado cómo sería él conmigo, yo con él...Al final, las cosas resultaron ser completamente diferentes a mi imaginación.

Tragué saliva y saqué el celular de mi bolsillo trasero. Ya era de noche, la hora en la que siempre me escribía. Entré en nuestra conversación y mi corazón volvió a latir luego de ver esos tres puntitos. Deslicé mi dedo por la pantalla, mirando los mensajes anteriores, y tuve que reprimir un sollozo.

Miradas cruzadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora