59. El Cenicero

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¿Les dio en qué pensar la carta? Hay muchas palabras claves en ella que, al leerla, muchas cosas cobran sentido y más dudas se irán despejando. 

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Han pasado dos días desde que tres soldados me encerraron en una mazmorra. Marta llevaba la razón, este lugar es peor que el corredor que custodian Mah y Jan. Tengo hambre y frío, mas no suplicaré por alimento y cobijo. No quiero vivir, necesito que la muerte llegue pronto y alivie el dolor que siento.

Estoy escondida en un rincón, el único rincón que no ilumina la vieja lámpara de gas que da luz al corredor en el que está situada mi celda. 

El sollozo de un hombre me saca una y otra vez de mi estupor, sus amigos lo consuelan a ratos. Lo llaman Alan, y por lo que he escuchado comentar a soldados y demás prisioneros, deduzco que Hedda, La H, era su tía.

Era.

Nuestros custodios se burlan de Alan y comentan, por ellos sabemos que Eleanor descubrió que Hedda mostró en los televisores lo sucedido en el Salón de banquetes y, tras asesinarle, hizo que la Guardia recuperara cada radio y televisor entregado en el Callado, para después encender una hoguera en la Plaza de la reina y quemarlo todo, todo, incluyendo el cuerpo sin vida de Hedda, la que ahora todos reconocen como La H.

Los soldados no saben con exactitud qué mató a Hedda. Comentan que le vieron salir de la Cúpula de El Heraldo con la garganta destrozada, escoltada por el Rey Jorge y Malule, quienes ordenaron a otros soldados anudar una soga a su cuello... para después prenderle fuego. ¿La mató la herida en su garganta? ¿La mató la soga en su cuello? ¿La mató el fuego?

He llorado por Hedda. Cruzamos palabras una vez, una sola vez, sin saber que nuestros destinos estaban unidos. La H. Hedda. En donde quiera que estés, gracias, Hedda.

Y quiero pensar que su muerte no fue en vano. Nuestros custodios también comentan que, esa misma noche, una muchedumbre de campesinos llegó con palas, rastrillos y antorchas a la plaza cargando ataúdes, justo cuando invitados de la fiesta intentaban abandonar el castillo. Hubo trece linchamientos, entre los que destacan miembros del Burgo, y quemaron vivos a veinte personas. A la Guardia le tomó toda la noche contener a la gente. Esa noche, en la Gran isla hubo incendios, robos y destrozos. Fue necesario que un escudo humano de soldados rodeara el Castillo gris para impedir a los campesinos entraran a acabar con los Abularach. Sin embargo no ganó nadie, hay nobles, soldados y campesinos muertos por igual.

No fue en vano, me repito. No fue en vano tu muerte, Hedda. No fue en vano tu muerte, Thiago.

Me pregunto por qué Eleanor no ha venido a arrancarme la garganta a mí. Tengo tanta culpa como Hedda. ¿Qué le impide venir a asesinarme?

Es obvio, creo. Reginam es una ejecución pública que sirve de advertencia a todos los revoltosos. Ella ha de querer verme morir a la vista de todos. 

Me gustaría ser libre para montar a Regalo e irme lejos, pero no me arrepiento de lo que hice. No sé cómo pude vivir tanto tiempo en silencio y maldigo a quienes aún callan y no hacen nada para gritar su repudio al ver tanta injusticia. 

Thiago. Cierro los ojos y trato de imaginar una vida sin mi hermanito y me niego a creer que eso si quiera pueda ser posible, por lo mismo es mejor morir.

Escucho el crujir del abrir y cerrar de la puerta de mi celda y trato de parecer indiferente. No quiero ver a nadie.

—Elena...

Reconozco esa voz al instante. ¡Largo! No quiero ver a nadie, sobre todo si tiene que ver con Gavrel.

—Soy Jakob —avisa la voz y se acerca.

Crónicas del circo de la muerte: Reginam ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora