Capítulo 32

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Bianca no podía dejar de dar vueltas en la cama, hasta el punto de que ya se había enredado un par de veces. El reloj de su mesilla parecía avanzar a la vez demasiado lento y demasiado rápido. Era frustrante.

En su estómago había un nudo de nervios que parecía querer quedarse a vivir, porque no se había deshecho contando ovejitas, ni tratando de leer un libro, ni tras un vaso de leche caliente. Podría tomarse una de esas pastillas que ayudaban a dormir, pero sabía por experiencia que eso tan solo la haría sentirse adormilada al día siguiente.

Y eso era lo último que necesitaba en su primer examen.

No podía parar de darle vueltas a la asignatura. Las fórmulas, teorías, teoremas y números giraban en su cabeza como un tornado, y la estaban volviendo loca. Si pudiera seguir estudiando, no sería tan malo, pero su cabeza estaba sobrecargada y ya no podría seguir ni aunque lo intentara, lo cual tan solo la frustraría más y la pondría más nerviosa.

Con un gruñido, se sentó en la cama, apartando de un manotazo las sábanas. Miró la cama con fastidio y se pasó la mano por el pelo enredado. Tenía muchísimo calor, y sin embargo sus pies y manos estaban helados.

Aire, necesito aire.

Sin pensárselo dos veces, se levantó de la cama, cogió sus llaves, y salió de su cuarto. Ni siquiera se paró en el salón, abriendo directamente la puerta principal, tratando de no hacer ruido y despertar a Ione, quien también tenía exámenes al día siguiente.

Al pisar el suelo frío del pasillo, un escalofrío la recorrió, y se dio cuenta de que no se había puesto zapatos. ¿Qué más da? Ya están helados de todas formas.

Así que empezó a subir las escaleras, una tras otra, tratando de nuevo de dejar la mente en blanco hasta que llegó a la puerta de la azotea. El golpe en la cara del aire frío fue bienvenido, pero el segundo escalofrío en menos de dos minutos, no. Se frotó distraídamente los brazos mientras se acercaba al muro que hacía las veces de valla, desde donde se veía la ciudad.

Hacía bastante frío, demasiado como para haber subido tan solo en unos pantalones cortos y una camiseta de manga corta varias tallas demasiado grande, y tenía la piel de gallina.

La ciudad seguía despierta, a pesar de que la última vez que se había fijado en la hora del reloj eran casi las dos de la mañana.

Pero claro, no sabía qué había esperado. La ciudad nunca duerme.

Se fijó en los coches moviéndose silenciosamente allí abajo, como juguetes. En la gente que entraba y salía de las casas y los locales. Había una pareja paseando a un perro, y se preguntó vagamente qué harían haciendo eso a esas horas.

En el cielo apenas se veían un par de estrellas solitarias, pero era normal con toda aquella contaminación lumínica. Suspiró. Era una pena, se verían preciosas en esa época del año. Recordó una vez que había ido con su padre al campo, en un fin de semana de lluvia de estrellas, con el telescopio en mano, y ambos se habían pasado la noche entera con los ojos en el cielo, señalando maravillados cada estrella fugaz que habían visto pasar.

Se le empañaron los ojos. No solía permitirse pensar en cosas como aquellas. Aún era demasiado pronto... ¿Alguna vez dejaría de serlo?

―¿Qué haces aquí?

Bianca dio un grito y se giró hacia la voz. La luz del pasillo que daba a la azotea hacía que tan solo se distinguiera su silueta, pero ella sabía con cada célula de su cuerpo que era Abel.

―¿Qué te he hecho para que quieras matarme? ―preguntó, con la mano en su acelerado corazón. En parte por el susto, en parte por su mera presencia.

EvitaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora