Prólogo general

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Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro[1] ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mitad de su camino en el signo de Aries[2]; las avecillas, que duermen toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir[3] que les ayudó cuando estaban enfermos.

Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Tabardo», de Southwark[4], en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos estamentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.

Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibimos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían aceptado en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para emprender el viaje como les voy a contar.

Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la historia, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué clase social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.

El Caballero era un hombre distinguido. Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabilidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey[5]. Además había viajado más lejos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cristianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría[6]. Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia[7]. Ningún otro caballero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había intervenido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benmarín[8] y tomado Ayar y Atalia[9], y en expediciones por el Mediterráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este distinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus luchas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre consiguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie. A decir verdad, era un perfecto caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus monturas eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Vestía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar.

Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, aprendiz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años. Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Había intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía[10]. En tan poco tiempo se había comportado excelentemente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adornado como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas.

Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en torneos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor[11]. Era cortés, modesto, servicial y cortaba la carne para su padre en las comidas.

El Asistente era el único criado que acompañaba al Caballero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde —jubón y capucha—, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los aparejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now