Cuento del párroco: Prólogo

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Prólogo al cuento del párroco[502]

Para cuando el intendente hubo terminado el cuento, el sol estaba tan bajo que, según pude estimar, su elevación no era mayor de veintinueve grados[503]. Por mis cálculos, debían de ser las cuatro, ya que en aquel momento mi sombra era, más o menos, de once pies, mientras que mi estatura es de seis. Además, la exaltación de la luna[504]— quiero decir Libra— estaba todavía en ascensión mientras nos acercábamos a las afueras de un pueblo. Aquí, como de costumbre, nuestro anfitrión se hizo cargo de nuestro feliz grupo y se dirigió a nosotros con estas palabras:

—Señores todos, necesitamos ahora solamente un cuento más. Mis reglas e instrucciones han sido llevadas a cabo, y creo que hemos escuchado uno de cada rango y estado de los que forman nuestro grupo; mi plan ha sido casi cumplido del todo. ¡Que Dios dé buena suerte al que cuente el último y más alegre cuento de todos!

—Señor cura —continuó—, ¿sois un vicario o quizá un párroco? ¡Vamos, sacadlo ahora! Sea lo que sea, no estropeéis nuestro juego, pues todos, salvo vos, han contado su cuento. Aflojaos el cinturón y dejadnos ver lo que lleváis en la bolsa. Ahora en serio: a juzgar por vuestra apariencia, parecéis capaz de enhebrar el hilo con un tema de importancia. ¡Por los huesos de un gallo! Contadnos una fábula, ¡corcho!

—No conseguiréis fábulas de mí —replicó el párroco—. Pues, en su Epístola a Timoteo[505], Pablo riñe a los que se apartan de la verdad y cuentan fábulas y tonterías así. ¿Por qué mi mano debe sembrar la broza cuando lo que deseo es poder sembrar el grano de trigo? Por tanto, digo que, si queréis oír algún asunto moral y edificante y estáis dispuestos a prestarme atención, entonces tendré sumo gusto, con la bendición de Cristo, en daros el placer legítimo que pueda.

»Pero soy un sureño, no lo olvidéis; no soy partidario de esta aliteración rum-ram-raf[506], ni creo que la rima sea mucho mejor, Dios lo sabe. Por tanto, si no os importa, no usaré estos artificios, sino que os contaré un cuento satisfactorio en prosa para terminar con el juego y ponerle fin. Que Jesús, en su gracia, se digne enviarme el ingenio necesario para que pueda mostraros, en este esfuerzo mío, el camino de ese perfecto y glorioso peregrinaje conocido como la Jerusalén Celestial[507]. Si estáis de acuerdo, empezaré mi cuento inmediatamente, por lo que decidme qué opináis. No puedo ser más justo.

»Sin embargo, someto esta homilía que sigue a la corrección de los eruditos, pues no estoy versado en textos. Podéis estar seguros de que solamente sintetizo su significado general. Por tanto, os declaro que espero ser corregido.

A esto pronto asentimos todos. Es decir, a darle la oportunidad de una audiencia y, por consiguiente, terminar con algo virtuoso y edificante, que parecía ser lo correcto. Por lo que le pedimos a nuestro anfitrión que le dijese que todos le rogábamos que relatase su cuento.

El anfitrión era nuestro portavoz.

—Señor cura —le dijo—. ¡Os deseo la mejor suerte! Dadnos vuestra homilía, pero apresuraos, pues el sol se está poniendo. Dadnos vuestra cosecha, pero no os toméis demasiado tiempo. ¡Que Dios os dé su gracia para que os salga un buen trabajo! Decid lo que queráis, que os escucharemos satisfechos.

Y así empezó el párroco su sermón. 

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now