Cuento del mercader

698 13 16
                                    

Hace tiempo, en Lombardía vivía un noble caballero, nacido en Pavía, con gran prosperidad. Había permanecido soltero durante sesenta años, solazando su cuerpo con las mujeres que le gustaban, como suelen hacerlo estos insensatos mundanos. Ahora, sea por un acceso de piedad o de chochez —no sé decir cuál—, al pasar de los sesenta, a dicho caballero le entraron unas ganas irreprimibles de contraer matrimonio y se pasaba todos los días y todas las noches buscando a la mujer de sus sueños. Rezó a Dios para que le permitiese catar las delicias de la vida que consiguen marido y mujer cuando viven unidos por el sagrado vínculo con el que Dios unió a hombre y mujer.

—Todos los demás sistemas de vida no valen un comino —decía él—. Son las delicias puras del himeneo las que convierten esta tierra en un edén.

Así habló el anciano caballero con toda su sabiduría.

Y es verdad, tan cierto como que Dios está en el Cielo, que el casarse es una cosa excelente, especialmente cuando un hombre es viejo y tiene el pelo canoso, pues entonces una esposa constituye su más preciada posesión. Por consiguiente, decidió agenciarse una esposa, joven y bonita, para que le diese un heredero y vivir con ella una vida de alegría y solaz, y no hacer como estos solterones que gimen y se quejan cuando sufren cualquier contrariedad amorosa; lo que les pasa que es que no tienen hijos. Y es que, realmente, es justo que los solterones se metan en líos y pasen apuros, porque construyen sobre arenas movedizas y encuentran inestabilidad allí donde buscan seguridad.

Los pájaros y las bestias viven en plena libertad, sin que nada ni nadie les oprima, mientras que el estado de casado obliga al hombre a vivir una vida feliz y ordenada, atado al yugo del himeneo. ¿Y por qué no debe su corazón rebosar de alegría y sentirse feliz? ¿Quién puede ser tan obediente como una esposa? ¿Quién puede, pregunto, ser más fiel y diligente para cuidarlo en salud y enfermedad? Ella no le dejará ni cuando nade en la abundancia ni cuando le aflijan las penas, ni se cansará de amarle y servirle, aunque caiga en cama hasta el día de su muerte.

Y, sin embargo, algunos hombres cultos —Teofrasto[238] es uno de ellos— dicen que no es así. ¿Y qué pasa si a Teofrasto le hubiese dado por mentir? «No tomes esposa con la intención o pretensión de economizar, pensando recortar tus gastos domésticos —dijo él—. Un criado fiel se preocupará mucho mejor de vigilar tus posesiones que tu propia mujer, que exigirá la mitad de tu parte mientras viva. Y luego, como que Dios es mi salvación, si caes enfermo, tus verdaderos amigos o un criado honrado te cuidarán mucho mejor que una mujer que está simplemente esperando, como ha esperado ya mucho, el momento de apoderarse de tus bienes. Y si llevas a una esposa a tu mansión, muy pronto puedes convertirte en un cornudo».

Estos pensamientos y un centenar de otros peores fueron escritos por este individuo, ¡que Dios le maldiga! ¡Al cuerno con Teofrasto! No prestéis atención a tales tonterías y hacedme caso.

Realmente una esposa es un don de Dios; todas las demás cosas buenas —tierras, rentas, pastos, propiedad común o valores mobiliarios— son realmente regalos de la diosa Fortuna y tan efímeros como una sombra proyectada sobre un muro. Pero no temáis: dejadme que os diga que, francamente, una esposa es un objeto duradero y permanecerá en vuestra casa muchísimo más tiempo del que quizá contabais.

El matrimonio es un sacramento cardinal; a mi modo de ver, un hombre sin esposa es despreciable. Su vida es inútil y solitaria. Hablo, por supuesto, de los laicos, y no lo digo por decir. Si me escucháis, os diré por qué razón la mujer ha sido hecha para ayudar a su compañero. Cuando Dios Todopoderoso creó a Adán, le vio desnudo y solo, y con su gran bondad dijo: «Hagamos ahora una compañera para que ayude a este hombre; una criatura como él mismo[239]».

Y entonces creó a Eva. Por ello resulta evidente y constituye una prueba positiva de que la mujer es la ayuda y la comodidad del hombre, es su solaz y su paraíso en la tierra. Obediente y virtuosa como es, no pueden ambos por menos que ser felices viviendo unidos. Son una sola carne, y una carne[240], según lo veo, no tiene más que un solo corazón, vengan alegrías o penas.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now