Cuento del escudero II

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El sueño, que cuida de la digestión, les hizo un guiño y les dio un aviso: beber mucho y hacer ejercicio exige descanso. Bostezando les besó, diciéndoles que era tiempo de acostarse porque era la hora en que el humor caliente y húmedo de la sangre tiene la supremacía:

—Vigilad vuestra sangre; es amiga de la Naturaleza —afirmó él.

También bostezando y de dos en dos o de tres en tres le dieron las gracias y todos empezaron a retirarse a descansar como el sueño les exigía. Todos sabían que era para su bien.

Sus sueños no van a ser contados, en lo que a mí se refiere, pues sus cabezas estaban repletas de los vapores de la bebida y, por consiguiente, no tenían significado especial. Muchos de ellos durmieron hasta tarde, excepto Canace; como muchas mujeres, era muy dada a la templanza y se había despedido de su padre para irse a la cama temprano aquella noche. No quería que se la viese pálida y fatigada por la mañana, por lo que tuvo su primer sueño y luego despertó. Tanto el espejo mágico como el anillo habían alegrado su corazón de tal modo que, no menos de dos veces, le subieron y perdió los colores. El espejo le había impresionado tanto, que ella soñó con él mientras dormía. Por lo que antes de que el sol se hubiese alzado en el firmamento, llamó a su dueña y le dijo que deseaba levantarse. La dueña, preguntona como suelen serlo las mujeres viejas, repuso enseguida:

—¿Adónde diablos queréis ir a esta hora tan temprana, señora, cuando todos están dormidos?

—Deseo levantarme y salir a dar un paseo, pues no quiero dormir ya más —replicó ella.

Su dueña convocó a un gran número de mujeres del séquito, y unas diez o doce de ellas saltaron de la cama. Entonces también se levantó la propia Canace, tan lozana y fresca como una rosa o como el sol recién estrenado que, a la hora en que ella estaba ya lista, no se alzaba más de cuatro grados por encima del horizonte. Ella caminó con andar pausado, vestida ligeramente como convenía para tener libertad de movimientos y a la dulce y agradable estación del año. Sin más acompañamiento en su séquito que cinco o seis damas, fue por un sendero atravesando el parque por donde había árboles.

La neblina que se levantaba del suelo hacía que el sol apareciese enorme y rubicundo; sin embargo, la escena era tan hermosa que deleitaba sus corazones, tanto por la temprana mañana como por la estación del año y el cantar de los pájaros. Pues, por sus canciones, entendió enseguida lo que ellos querían decir y cuáles eran sus sentimientos.

Si uno retrasa el llegar al objeto del relato hasta que el interés de todos los que escuchan se ha enfriado, cuanto más se extienda, tanto mejor sabor tendrá su prolijidad. Por dicha razón, me parece a mí que ya es hora que condescienda en abordar el objeto del cuento y hacer que termine el paseo de Canace.

Mientras ella transitaba plácida y perezosamente, pasó junto a un árbol seco, blanco como si fuese de yeso; encima de él, en la parte más alta, se hallaba posado un halcón hembra llorando con tal compunción, que todo el bosquecillo resonaba con su lamento. Había batido sus alas tan sin piedad contra sí misma, que su roja sangre resbalaba tronco abajo del árbol en que se encontraba. Continuamente emitía agudos chillidos y lamentos, mientras se clavaba el pico sobre el cuerpo, gimiendo con tal fuerza que ningún tigre, ni bestia cruel de las que habitan los bosques, hubiera dejado de conmoverse y llorar si pudiesen hacerlo. ¡Ah, si yo supiese describir bien a los halcones! Pues ningún hombre vivo jamás ha oído hablar de uno de más hermoso plumaje, nobleza de forma y otros atributos, dignos de notar. Dicha hembra parecía ser un halcón peregrino procedente de algún país extranjero. De vez en cuando desfallecía por falta de sangre, hasta que llegó un momento en que estuvo a punto de caer desplomada del árbol.

Como sea que la encantadora princesa Canace llevaba puesto en su dedo el anillo mágico que le permitía entender perfectamente el lenguaje de cada ave y poderle responder en su propia lengua, pudo entender todo lo que el halcón hembra estaba diciendo; y tanta compasión le dio, que la princesa estuvo a punto de caerse muerta. Ella apresuró sus pasos hacia el árbol. Mirando compasivamente el halcón, extendió su regazo, pues era evidente que el halcón se desplomaría la próxima vez que, por falta de sangre, desfalleciese. La princesa estuvo largo tiempo de pie contemplando al halcón, hasta que finalmente le habló con estas palabras:

Los cuentos de CanterburyOnde histórias criam vida. Descubra agora