Cuento del fraile

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Antiguamente, vivió una vez un arcediano, hombre de elevada posición y un severo ejecutor de castigos por brujería, fornicación, difamación, adulterio, robos en iglesias, quebrantamientos de testamentos y contratos, incumplimiento de los sacramentos, simonía[206] y usura y muchos otros tipos de delito que no es preciso que detalle ahora.

Donde hacía sentir con mayor fuerza el peso de su justicia era con los lujuriosos. Si se les cogía les hacía chillar de dolor, y a los que no habían pagado por completo sus diezmos les echaba un rapapolvo en cuanto alguien se quejaba de ellos; nunca perdía la ocasión de multarles. Si los diezmos y ofrendas eran demasiado pequeños, hacía que la gente cantase más fuerte. Antes de que el obispo les enganchase caían bajo la jurisdicción del arcediano, que tenía poder para visitarles y castigarles.

Tenía un alguacil a mano. No había fulano más astuto en toda Inglaterra. Había montado una ingeniosa red de espías que le tenía bien informado de cualquier cosa que pudiese resultarle ventajosa. Perdonaba a uno o dos traficantes de prostitutas si éstos le llevaban un par de docenas más. No importa si el alguacil aquí se enfurece más que un perro rabioso; no suavizaré mi relato de su bellaquería. Nosotros los frailes estamos fuera del alcance del poder, no tienen jurisdicción[207] sobre nosotros ni la tendrán mientras vivan...

—¡Por San Pedro! Tampoco las mujeres del lupanar están bajo ella —exclamó el alguacil.

—Callad de una vez, ¡córcholis! —gritó nuestro anfitrión—. Dejadle que siga con su historia. Seguid, señor, no os calléis nada; no hagáis caso de las protestas del alguacil.

Este embustero y ladrón, este pregonero, prosiguió el fraile, tenía siempre putas a su disposición, como cebos para un halcón, que le contaban todos los secretos que averiguaban, pues su amistad no era pasajera. Eran sus espías particulares y, a través de ellas, hacía un buen agosto; su dueño no siempre sabía cuánto conseguía. Podía requerir sin autorización a un palurdo analfabeto bajo pena de excomunión, y éste gustosamente se apresuraría a llenarle los bolsillos o a invitarle a opíparos yantares en la cervecería.

Judas[208] era un ladrón y tenía la bolsa; así de ladrón era él, pues su amo obtenía menos de la mitad de lo que le correspondía. Hagámosle justicia: era un ladrón, un chulo de putas, en fin, ¡era un pregonero! Y tenía putas en su nómina, por lo que tanto si el reverendo Roberto o el reverendo Hugo se acostaban con ellas, o Diego, o Rafael, o quienquiera que fuese, enseguida se lo iban a contar. Tenía un concierto con la chica: él conseguía una citación falsificada y les convocaba a ambos a comparecer ante el capítulo, en donde esquilaba al hombre y soltaba a la chica. Entonces le decía: «Amigo, en tu favor tacharé el nombre de la chica de nuestra lista negra. Soy tu amigo; haré cuanto pueda por ti».

Sabía más estafas que las que podría contar, aunque estuviese hablando dos años sin parar. Ningún perro de caza sabe atrapar mejor a un venado herido que este pregonero en atornillar a cualquier chulo, adúltero o mujer de vida licenciosa. Y como fuese que esto era lo que le rendía mayores beneficios, dedicaba todo su empeño en ello.

Bueno, un día ocurrió que este pregonero, que, como siempre, estaba a la que salta, salió a caballo a requerir en citación a un vejestorio de mujer, a una viuda, con la idea de robarle con una excusa cualquiera. Acertó a ver, cabalgando delante de él, junto al linde del bosque, a un hacendado labrador ricamente ataviado que llevaba un arco y un carcaj con relucientes flechas afiladas. Llevaba una corta capa verde y en la cabeza un sombrero con una orla negra.

—¡Saludos! —dijo el alguacil—. Bien hallado, señor.

—Bien venido seáis vos y todos los hombres honrados —repuso el otro—. ¿Hacia dónde vais por el bosque? ¿Vais muy lejos hoy?

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now