Cuento del erudito III

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Mientras la niña era todavía amamantada sucedió (como ocurre algunas veces) que el marqués sintió deseos de comprobar la constancia de su mujer. No podía librarse de este extraordinario deseo de probar a su esposa. Dios sabe que no había tal necesidad de ponerla en este brete, pues la había probado antes con bastante frecuencia y siempre la había encontrado pura; por lo que ¿qué necesidad había de someterla a prueba una y otra vez? Algunos pueden aplaudir el gesto por lo astuto. Por mi parte diré que no está nada bien que un hombre someta a su mujer a prueba y a angustias y temores innecesarios.

Así es cómo actuó el marqués. Una noche fue solo, con el semblante grave y el ceño fruncido, al aposento en que ella estaba y dijo:

—¡Griselda! Supongo que no habréis olvidado el día en que os rescaté de la pobreza y os llevé a vuestra alta posición actual. Solamente digo, Griselda, que no creo que la dignidad actual en la que os he colocado os haga olvidar el hecho de que os encontré en una condición misérrima. ¿Qué felicidad podíais haber buscado? Ahora fijaos bien en cada palabra que diga: no hay nadie que pueda oírnos excepto nosotros dos. Vos misma sabéis perfectamente bien cómo fue que llegasteis a esta casa, no hace mucho tiempo de ello. Ahora bien, aunque os amo y aprecio muchísimo, mis nobles no os ven de igual modo. Ellos dicen que es un escándalo y una desgracia que os deban lealtad y estén sometidos a vos, una simple pueblerina.

»Y no hay duda alguna de que hablan así, especialmente desde que nació nuestra hija. Yo, como siempre, deseo vivir con ellos en paz y tranquilidad. Dadas las circunstancias, no puedo correr riesgos. Debo librarme de nuestra hija del mejor modo que pueda (no como yo quisiera, sino como desea mi pueblo). Dios sabe que es algo que va muy en contra de mis deseos. No obstante, no haré nada sin que lo sepáis. Sin embargo, deseo que consintáis en ello. Poned ahora vuestra paciencia a prueba, tal como me jurasteis y prometisteis en vuestro pueblo el día que nos casamos.

Ella escuchó todo esto sin que se produjese la menor alteración en su rostro, voz o compostura. Según todas las apariencias, no sintió resentimiento alguno, sino que replicó:

—Mi señor, todas las cosas están a vuestra disposición. Mi hija y yo somos completamente vuestras y obedeceremos gustosamente. Lo que es vuestro, podéis conservarlo o distribuir; haced lo que queráis. Como el Cielo que es mi salvación, nada que os complazca puede desagradarme a mí, ni hay nada que desee tener o tema perder más que vos únicamente. Éste es y siempre será el deseo de mi corazón. Ni el tiempo ni la muerte podrá borrarlo o desviar mi corazón de vos.

Aunque esta respuesta hizo feliz al marqués, sin embargo lo disimuló, pues, cuando se volvió para salir de la habitación, su aspecto y porte eran inexorables.

Poco tiempo después de esto —un poco más tarde tan sólo—, reveló la verdad confidencialmente a un individuo que envió a su mujer. Este hombre de confianza iba en camino de ser una especie de asistente que se había revelado fiable en asuntos de importancia. Se puede confiar en esta clase de individuos para que efectúen los trabajos sucios.

El príncipe se daba perfecta cuenta de que este oficial, al mismo tiempo que le era leal, temía su cólera. En cuanto éste entendió lo que su dueño quería, caminó rápidamente hacia el aposento de Griselda donde entró.

—Señora —dijo él—. Perdonadme si ejecuto lo que es mi deber efectuar. Vos sabéis perfectamente que las órdenes de un príncipe no pueden ser eludidas, por mucho que deban lamentarse o ser deploradas. Pero la gente debe necesariamente obedecer sus órdenes, y yo formo parte de esta gente; qué le vamos a hacer: se me ha ordenado que me lleve a esta niña.

Aquí se interrumpió, agarró brutalmente a la criatura e hizo como si fuera a matarla allí mismo. Griselda (que debía soportar todo lo que el marqués desease) permaneció sentada, callada y mansa como un cordero y dejó que el cruel asistente hiciese su trabajo.

Siniestra era la mala reputación de aquel hombre, siniestro su rostro, siniestro su hablar y siniestra la hora de su aparición. La pobre Griselda creyó que él mataría aquí y allí a la hija a la que amaba tan tiemamente; sin embargo, no lloró ni suspiró, sino que se sometió voluntariamente al deseo del marqués. Al cabo, sin embargo, habló. Humildemente rogó al asistente que tuviese el buen corazón de permitirle que besase a su hija antes de que muriese. Su cara estaba llena de pesar cuando apretó a la criaturita contra su pecho. La meció en sus brazos y la besó; entonces hizo la señal de la cruz, diciendo con su voz dulce:

—Adiós, hija mía; nunca te volveré a ver; pero te he persignado. Que Nuestro Señor en el Cielo, que murió por nosotros en la cruz de la madera, te bendiga. Hijita mía, confio tu alma a su cuidado, pues esta noche morirás por causa mía.

Incluso para su nodriza, lo juro, aquel panorama hubiese resultado insoportable; con cuánta mayor razón tenía excusa una madre para llorar. Pero, sin embargo, ella permaneció firme e impasible, soportando toda aquella desgracia, y dijo dulcemente al oficial:

—Volved a coger a la doncellita. Ahora id a cumplir la orden de vuestro señor, pero permitidme que os pida un favor: a menos que vuestro señor os lo haya prohibido, enterrad este pequeño cuerpo en algún lugar en el que los pájaros y los animales salvajes no puedan despedazarlo.

A esta petición el asistente no respondió palabra, sino que recogió a la niña y se marchó. 

El asistente volvió a donde estaba su señor y le dio cuenta breve, pero completamente, de todas las palabras y comportamiento de Griselda y puso en sus brazos a su amada hijita. El príncipe parecía tener algunos remordimientos; pero, no obstante, persistió en su propósito, como suelen hacer los príncipes cuando quieren salirse con la suya. Pidió a aquel sujeto que se llevase a la niña secretamente, que la envolviese con sumo cuidado para que pudiese ser transportada en una caja o bien abrigada, advirtiendo que, a menos que quisiera morir decapitado, nadie debía conocer lo que se proponía, ni de dónde venía ni adónde iba.

Tenía que llevársela a Bolonia, a la casa de la hermana del marqués (que en aquellos tiempos era condesa de Panago), explicarle las circunstancias y pedirle que hiciese todo lo que pudiese para educar a la niña como convenía a su noble condición; pero le pedía encarecidamente que bajo ningún concepto revelase a nadie su identidad.

El oficial se fue y cumplió su cometido. Pero volvamos ahora con el marqués. Éste se hallaba alerta, preguntándose si podría percibir algún cambio en el comportamiento de su esposa hacia él o descubrirlo por alguna palabra de ella. Pero jamás la encontró sino fuera amable e inmutable como siempre. Desde todos los puntos de vista, ella seguía estando tan animada y siendo tan sumisa y dispuesta a servirle y amarle como antes. Nunca profirió ella palabra sobre su hijita. La desgracia no la había cambiado en lo más mínimo, ni jamás hizo mención de su nombre bajo circunstancia alguna. 

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now