Cuento de la segunda monja

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Según consta en su Vida, la hermosa virgen Cecilia nació de una noble familia romana y fue educada desde la cuna en la fe de Cristo, cuyo Evangelio nunca estuvo ausente de sus pensamientos. Y he visto escrito que jamás cesó de amar y temer a Dios o rezarle para que le conservase su virginidad. Ahora bien, cuando ella iba a casarse con un joven llamado Valeriano y llegó el día de la boda, era tal la humildad y la piedad de su espíritu, que llevaba sobre la piel una tela de saco, oculta bajo una túnica dorada que le sentaba muy bien. Y cuando el órgano sonó una pieza musical, ella, en lo recóndito de su corazón, entonó a Dios el siguiente cántico:

—Oh, Señor, guarda mi alma y mi cuerpo y mantenlos sin mácula, para que no perezca. (Cada dos días ayunaba y se entregaba a rezos continuos y fervientes por el amor de Aquel que murió en el madero). Llegó la noche, y cuando, según la costumbre, debía irse a la cama con su esposo, le habló en privado a éste y le dijo:

—Dulce, querido y amantísimo esposo. Existe un secreto que puede ser que te guste oír. Te lo contaré si me prometes que no lo vas a revelar.

Valeriano se comprometió bajo juramento a que nunca le traicionaría en circunstancia alguna, pasase lo que pasase. Al fin le dijo ella:

—Tengo un ángel que me ama con un amor tan grande, que tanto si estoy despierta como dormida siempre está alerta vigilando mi cuerpo. Si él se da cuenta de que tú me tocas o me das amor carnal, te matará en el acto sin dudarlo ni un momento, por lo que morirías en la flor de la juventud. Pero si me proteges con un amor puro, gracias a tu pureza te amará tanto como a mí y te revelará su resplandor y su gozo.

Valeriano, inspirado de esta forma de acuerdo con la voluntad de Dios, repuso:

—Si tengo que confiar en ti, déjame ver a este ángel y darle un vistazo. Si resulta ser un verdadero ángel, actuaré como me has pedido; pero si amas a otro hombre, entonces, créeme os mataré a ambos, aquí mismo con esta espada.

A lo que Cecilia replicó inmediatamente:

—Verás el ángel si así lo quieres, pero ha de ser con la condición de que creas en Cristo y recibas el bautismo. Sal y dirígete a la Vía Apia[494], que está solamente a tres millas de esta ciudad, y habla a la gente pobre que vive allí, según te instruiré. Diles que yo, Cecilia, te envío a ellos para que te lleven hasta el buen anciano Urbano por motivos secretos y una santa finalidad. Cuando tú veas a San Urbano, dile lo que te he contado; y cuando hayas sido bautizado y estés limpio de pecado, entonces, antes de irte, verás a ese ángel.

De acuerdo con estas instrucciones, Valeriano se fue hacia dicho lugar y allí encontró a este santo varón Urbano, tal como se lo había dicho, oculto entre las catacumbas de los santos.

No perdió tiempo en darle el mensaje. Después de recibirlo, Urbano alzó las manos de alegría y dejó que las lágrimas resbalasen por sus mejillas.

—Dios Todopoderoso, ¡oh Señor Jesucristo! —dijo él—. Tú, Sembrador del ideal casto y Pastor de todos nosotros, toma para ti el fruto de esta semilla de castidad que Tú has sembrado en Cecilia. Como una abeja, laboriosa e inocente, tu doncella Cecilia te sirve continuamente. El esposo que ha tomado, que estaba como un león rampante, lo ha enviado aquí hacia ti, suave como un corderito.

Y mientras el anciano estaba hablando, otro anciano vestido con ropajes de una blancura radiante, que llevaba en su mano un libro escrito con letras de oro, se apareció súbitamente y se quedó inmóvil de pie frente a Valeriano. Al verlo, Valeriano cayó al suelo aterrorizado y como muerto, a lo que el otro, asiéndole, empezó a leer el libro:

—Un Señor, una Fe, un Dios solamente; una Cristiandad, un Padre para todos vosotros, omnipresente y supremo. Todas estas palabras estaban escritas en oro.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now