Cuento del alguacil

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Señoras y caballeros: creo que hay en Yorkshire una región pantanosa llamada Holderness, donde había una vez un fraile que iba por ahí predicando, y también mendigando, desde luego.

Sucedió un día que este fraile había predicado en una iglesia según su estilo habitual. En su sermón exhortó especialmente a la gente a que, sobre todo, pagase misas por los muertos y que, para mayor gloria de Dios, diesen todo lo necesario para la construcción de conventos en donde se celebran oficios divinos, en vez de malgastar el dinero en banalidades o darlo a quien no lo necesita, como, por ejemplo, a los clérigos beneficiarios, quienes, ¡Dios sea loado!, pueden vivir en la comodidad y en la abundancia.

Las misas por los difuntos —decía él— rescatan las almas de vuestros amigos, tanto viejos como jóvenes, del purgatorio. De veras, aunque se celebren con celeridad: que no piense nadie que un fraile es frívolo y amante de los placeres porque solamente cante una misa diaria. ¡Oh, librad enseguida esas pobres almas! ¡Qué cosa tan terrible asarse y arder, desgarrados en garfios para la carne, y escupidos como si fueran leznas! ¡Apresuraos, apresuraos, por amor a Jesucristo! Y cuando él hubo tocado todos los puntos, el fraile dio la bendición y prosiguió su camino.

Cuando los fieles le hubieron dado lo que creían adecuado, partió sin aguardar un minuto más. Él siguió escudriñando por las casas, arremangado con su bolsa y su báculo con pomo de cuerno mendigando harina, queso o un poco de grano. Su compañero llevaba una vara de la que colgaba un cuerno, un par de tabletas de marfil[215] para escribir y un stylus elegantemente pulido, con el que anotaba los nombres de todos los que daban algo, como si quisiera garantizarles que rezarían por ellos. «Dadnos una media de trigo, o de malta, o de cebada, o simplemente un bollo o un poco de queso, o lo que sea (no somos nosotros a quienes nos toca elegir); medio penique o un penique para misas; o dadnos un poco de vuestra carne en gelatina si es que tenéis; un pedazo de vuestra manta, dulce señora, amadísima hermana —¡mirad!, estoy escribiendo vuestro nombre—; tocino, carne, lo que encontréis».

Un robusto muchacho que servía a los huéspedes en su hostal, siempre iba tras ellos llevando un saco a sus espaldas, en donde metían todos los donativos. Una vez fuera, borraban los nombres que acababan de escribir en las tabletas; lo único que les daba el fraile eran fábulas y faramalla.

—¡Aquí mientes tú, alguacil! —exclamó el fraile.

—Por la Santa Madre de Jesucristo, ¡callad! —gritó nuestro anfitrión—. Seguid con vuestra historia y no os dejéis nada en el tintero.

—Confiad en mí, que así lo haré.

Así que siguió de casa en casa hasta que llegó a una en la que solía ser mejor agasajado que en cualquier otra de las demás. El dueño de la casa, propietario de la finca, yacía enfermo, acostado sobre un camastro.

—El Señor esté contigo. Buenos días, amigo Tomás —dijo el fraile con voz suave y cortés—. ¡Que Dios os recompense, Tomás! ¡Cuántas veces en tiempos felices he estado en este banco; cuántas comidas espléndidas he comido aquí!

Espantó al gato para que saliese del banco, y, dejando su bastón, su sombrero y su bolsa, se aposentó cómodamente. (Su compañero se había ido a la ciudad con el muchacho de servicio, con el fin de hospedarse en el hostal y pernoctar allí).

—Querido maestro —dijo el enfermo—, ¿cómo os han ido las cosas desde principios de marzo? Llevo más de dos semanas sin veros.

—Dios sabe que he estado trabajando duro —repuso él—. He estado rezando mis mejores oraciones para vuestra salvación y la de nuestros demás amigos. ¡Que Dios les bendiga! Hoy he estado en vuestra iglesia a oír misa y he predicado un sermón, lo mejor que he sabido con mis modestas fuerzas; no he seguido a la letra el texto de las Sagradas Escrituras, que me imagino encontraréis demasiado difícil.

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