Cuento del magistrado III

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No había pasado mucho tiempo cuando el rey Alla regresó a su castillo y preguntó por su esposa y su hijo. El corazón del condestable quedó helado, pero con palabras sencillas le contó todas las circunstancias que habéis oído y que he relatado lo mejor que he podido. Mostró al rey la carta con el sello diciéndole:

—Señor, he ejecutado exactamente lo que ordenaste bajo pena de muerte.

El mensajero fue torturado hasta que mencionó todos los lugares en los que había pernoctado y lo confesó todo desde el principio hasta el fin. De este modo, interrogado hábilmente y sacando las oportunas deducciones, llegaron a adivinar el origen del mal. No estoy seguro cómo lo hicieron, pero se descubrió la mano que había escrito aquella carta y todo el veneno que había vertido en ella. Al fin, como podréis leer en cualquier otra parte, Alla ejecutó a su madre en castigo a su traición. Fue así como Donegilda terminó mal. ¡Dios la maldiga!

No hay lengua capaz de relatar la pena que consumió a Alla día y noche, pensando en su mujer e hijo. Pero ahora volvamos a Constanza, quien —Jesucristo así lo quiso— navegó a la deriva durante más de cinco años, llena de privaciones e incomodidades, hasta que su barco arribó a tierra firme. Al final, el mar arrojó a Constanza y a su hijo en las inmediaciones de un castillo pagano, cuyo nombre no sé encontrar en mi documentación. ¡Que Dios Todopoderoso, que salvó a la Humanidad, se acuerde de Constanza y su hijo, otra vez en poder de los paganos y una vez más —como pronto sabréis— a punto de morir! Muchos bajaron del castillo a contemplar boquiabiertos a Constanza y el barco. Una noche, el mayordomo del castillo (un felón y un renegado, ¡Dios le maldiga!), fue solo al barco y le dijo a ella que quería ser su amante, tanto si quería como si no.

La infortunada mujer se hallaba en el mayor de los apuros. Su hijo rompió a llorar y ella misma también derramó lágrimas copiosas, pero la Virgen acudió prestamente en su ayuda, pues en la furiosa lucha que tuvo lugar, el malvado perdió el equilibrio y cayó por la borda, recibiendo justo castigo, pues se ahogó en el mar. De esta forma Jesucristo conservó a Constanza sin mancha.

Ved los efectos despreciables de la lascivia, que no sólo debilita la mente, sino que llega a destruir el cuerpo. El resultado de los deseos lujuriosos no es más que la desgracia. ¡A cuántos se ve morir o ser destruidos, no por el acto en sí, sino por la intención de cometer este pecado!

¿Dónde pudo encontrar esta débil mujer las fuerzas para defenderse de ese renegado? A Goliat, con su inmensa estatura, ¿cómo pudo David derribarle[159]?. Tan joven y escasamente armado, ¿cómo osó mirar cara a cara a tan temible rostro? Es evidente que sólo por la gracia de Dios. ¿Quién dio a Judit el valor y la osadía de degollar a Holofernes en su tienda y así librar del desastre al pueblo elegido? El mismo que dio a Constanza fuerza y vigor.

Su barco atravesó el estrecho que separa Gibraltar de Ceuta, y siguió navegando, a veces hacia Occidente, a veces hacia el Norte, el Sur o el Este, durante largos días, hasta que la Madre de Jesucristo (¡eternamente bendita sea!), en su infalible bondad, quiso que terminaran definitivamente las penalidades de Constanza.

Pero dejemos un rato a Constanza y pasemos a hablar del emperador. Por cartas procedentes de Siria se enteró de la masacre de los cristianos y del deshonor causado por aquella serpiente oculta en la hierba (quiero decir aquella malvada sultana que había hecho matar a todos y cada uno de los comensales del banquete). Debido a ello, el emperador mandó a su senador con un gran número de otros señores, espléndidamente equipados, para tomar cumplida venganza de los sirios. Durante muchos días quemaron, mataron y causaron enormes destrozos, pero al final pusieron rumbo a su patria y, según cuentan, navegaban en estilo principesco en su victorioso retorno a Roma cuando se encontraron con el barco que iba a la deriva con la pobre Constanza a bordo. El senador no tenía idea alguna de quién era o de cómo había llegado a tal estado, ni Constanza, por su vida, confesaría a nadie ni su rango ni su condición.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now