Cuento del párroco II

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La segunda parte de la penitencia consiste en la confesión, signo de la contrición. A continuación deberéis captar en qué consiste, si debe o no debe hacerse, y cuáles son los requisitos apropiados a una verdadera confesión.

En primer lugar debéis saber que la confesión consiste en la sincera manifestación de los pecados a un sacerdote. Es decir, «sincera», pues se debe confesar a él todas las circunstancias inherentes a su pecado en cuanto sea posible. Todo debe decirse, sin paliativos, ni amagos, ni edulcorantes; sin envanecerse de las buenas acciones. Incluso más: es preciso comprender el origen de los pecados, cómo se reiteran y su naturaleza.

Sobre el origen de los pecados San Pablo afirma lo siguiente: que así como el pecado entró en este mundo a través de un hombre, y por él la muerte, así, del mismo modo, la muerte entró en todos los hombres que pecaron. Y este hombre era Adán, a través del cual, cuando rompió el mandato divino, el pecado entró en este mundo. Y, por consiguiente, aquel que primeramente fue tan poderoso que no debería haber muerto se convirtió en uno necesariamente sujeto a la muerte, independientemente de su voluntad, y con él toda su progenie de este mundo que en tal hombre pecó. Considera el estado de inocencia cuando Adán y Eva deambulaban por el Paraíso desnudos, sin sentirse para nada avergonzados, cómo la serpiente, el más astuto de los animales que Dios había creado, le dijo a la mujer:

—¿Conque os ha mandado Dios que no comáis frutos de todos los árboles del Paraíso?

—Del fruto de los árboles que hay en el Paraíso sí comemos —replicó la mujer—. Mas del fruto del árbol que está en medio del Paraíso mandónos Dios que no comiéramos ni lo tocásemos, para que no muramos.

—¡Oh! Ciertamente no moriréis —dijo la serpiente—. Sabe Dios que el día que comiéreis de él se os abrirán vuestros ojos: seréis como dioses, conocedores del bien y del mal[560].

La mujer vio, pues, que el fruto del árbol era bueno para comer, bello a los ojos, y de hermoso aspecto. Cogió del fruto y lo comió, y dio de él a su marido, el cual también comió y al instante se les abrieron a entrambos los ojos; y como echasen de ver que estaban desnudos, asieron unas hojas de higuera y se hicieron unos delantales para camuflar sus órganos genitales.

De todo ello se puede colegir que el pecado mortal se inicia con una sugerencia del diablo, representado aquí por la serpiente; y luego, la delectación carnal, simbolizada en este caso por Eva; y a continuación, el consentimiento de la mente, figurada aquí por Adán.

Medítalo bien. Aunque sea cierto que el maligno tentase a Eva, es decir, la carne, y la carne se deleitase en la hermosura del fruto prohibido, con todo, ciertamente, hasta que la mente, es decir, Adán, consintió en comer del fruto, conservó su estado de inocencia original.

Del mismo Adán quedamos contagiados del pecado original, pues él es el progenitor físico de todos nosotros: somos engendrados de una sustancia vil y corrupta. Y cuando a nuestro cuerpo se le insufla el alma, inmediatamente contraemos el pecado original, y lo que al principio fue solamente aflicción de la concupiscencia se convierte en aflicción y pecado. Y, por consiguiente, todos hemos nacido hijos de la ira y de eterna condenación, si no fuera por el bautismo que recibimos y nos redime de la culpa. Pero, en verdad, el tormento que permanece en nosotros recibe el nombre de concupiscencia. Y esta concupiscencia, cuando radica en el alma de modo desordenado y mal dispuesto, le hace apetecer, a través del apetito carnal, los pecados de la carne por la visión de los objetos terrenales, y el apetito de honores mediante el orgullo de corazón.

Por lo que respecta al primer apetito, es decir, a la concupiscencia derivada de las exigencias de nuestros órganos genitales, que fueron legítimamente creados por el recto juicio de Dios, afirmo que cuando el hombre no obedece a Dios, su Señor, entonces la carne se rebela contra él mediante la concupiscencia, que alimenta y da pie al pecado. Por consiguiente, mientras uno se sienta acuciado por la concupiscencia resulta imposible que no sea tentado y su carne no le incline a pecar.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now