Cuento del párroco VII

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Sigue la avaricia.

Después de la pereza mencionaré a la avaricia y a la codicia. De este pecado afirma San Pablo que «es la raíz de todos los males». (TimoteoVI)[613],. Indudablemente, cuando el corazón humano se halla perturbado y confundido en sí mismo y el alma no encuentra solaz en Dios, entonces busca inútil consuelo en las cosas mundanas.

Según la definición de San Agustín[614], la avaricia consiste en el apetito de poseer bienes temporales. Otros afirman que la avaricia radica en comprar muchos objetos terrenales y en no dar nada a los que pasan estrechez. Debéis comprender que la avaricia no consiste sólo en poseer propiedades o bienes, sino también, a veces, en la ciencia y en los honores, ya que la avaricia abarca todo deseo inmoderado.

La diferencia entre codicia y avaricia consiste en que la primera ambiciona las cosas que no se poseen, y la segunda guarda y conserva sin justa necesidad las que se tienen.

Ciertamente la avaricia es un pecado plenamente vituperable, pues en la Sagrada Escritura se condena y maldice ese vicio, ya que ocasiona ofensa a Jesucristo Nuestro Señor. Efectivamente, le despoja del amor que le deben los hombres e impele a que el hombre avariento deposite más esperanza en sus propiedades que en Jesucristo, y a que ponga más empeño en conservar sus riquezas que en el servicio de Jesucristo. Y, por consiguiente, afirma San Pablo en su Carta a los efesiosV que «un hombre avariento es esclavo de la idolatría[615],».

¿Qué diferencia existe entre un idólatra y un avaro sino que el primero tal vez sólo posee uno o dos ídolos, mientras que el segundo tiene muchos? Pues, de hecho, para él, cada moneda de su arca es un ídolo. Y, ciertamente, el pecado de idolatría es lo primero que Dios prohíbe en los Diez Mandamientos, como resulta patente en el capitulo XX del Éxodo: «No tendrás falsos dioses delante de mí ni ordenarás esculturas para ti[616]». De este modo, el hombre malvado, debido al maldito pecado de la avaricia, al preferir sus riquezas a Dios, se convierte en idólatra.

De la codicia se derivan estos dominios lacerantes por los cuales los hombres soportan impuestos, tributos y pagos que rebasan con mucho los límites de la razón y del deber. E igualmente perciben de sus súbditos exacciones, que con más exactitud podrían denominarse extorsiones. Sobre estas exacciones y redenciones de siervos, los administradores de algunos señores afirman que son justas, ya que el siervo no posee bien temporal alguno que no sea de su señor, tal como ellos afirman. Pero, de hecho, el comportamiento de estos señores es injusto, pues despoja a sus súbditos de los bienes que nunca les han dado (San Agustín, De Civitate DeiIX)[617],. Es cierto: el pecado es la condición de esclavitud y su primera causa (V[618]).

Por ende, podéis percataros que el pecado engendra esclavitud, mas no por naturaleza. Por lo cual, esos señores no deberían vanagloriarse de sus posesiones, ya que por condición natural ellos no son amos de esclavos: la esclavitud viene, en primer lugar, como consecuencia del pecado. Y además, allí donde la ley afirma que las posesiones temporales de los vasallos pertenece a sus señores, se debe entender que esto incumbe a los bienes del emperador, cuyo deber consiste en defender los derechos de sus vasallos, pero no robarles o desplumarles.

Por esta razón declara Séneca: «Tu prudencia debe inclinarte a ser benigno con tus siervos[619]». Ésos a quienes denominamos tus esclavos son criaturas de Dios, pues los humildes son amigos de Jesucristo, es decir, son íntimos del Señor.

Considera asimismo que los villanos y los señores tienen una misma y común semilla: al igual que el señor, el rústico puede alcanzar la salvación. El villano sufre la misma suerte que su señor. Te aconsejo, por tanto, que te comportes con tu siervo como querrías que tu señor se comportara contigo si te hallaras en esclavitud. Todo pecador es esclavo del pecado. Te aconsejo, pues, a ti, señor, que obres de tal modo con tus siervos que te tengan más amor que temor. Ciertamente sé —es algo razonable— que hay clases y clases; y es justo que los hombres cumplan con sus obligaciones dondequiera que sea menester; pero ciertamente las extorsiones y los desprecios de nuestros subalternos resultan reprobables.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now