Cuento del párroco VI

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Sigue la pereza.

Después del pecado de ira y envidia, mencionaré el de la pereza. Pues si la envidia ciega el corazón del hombre, y la ira lo desestabiliza, la acidia o pereza le torna pesado, malhumorado y colérico. La envidia y la ira dejan un poso de amargura en el corazón; esa amargura es madre de la acidia y priva al amor de toda bondad. De modo que la pereza consiste en la angustia de un corazón turbado. Sobre ella afirma San Agustín: «Es el pesar de lo bueno y alegría de lo malo[603]».

De hecho, este pecado es digno de vituperio, pues ocasiona una ofensa a Jesucristo en tanto en cuanto aleja al hombre de su fiel y diligente dependencia de Jesucristo, tal como afirma Salomón[604]. Pero la acidia no practica esta diligencia; al contrario, ejecuta todo a disgusto y con tristeza, dejadez y falsa excusa, con holgazanería y desgana. Por todo lo cual dice la Escritura: «Maldito sea quien cumple el servicio de Dios con negligencia[605]».

En consecuencia, la acidia se opone a todo estado del hombre. Uno es el de inocencia, como lo fue el de Adán antes de la caída, estado que le impulsaba a adorar y alabar a Dios; otro estado es el del hombre pecador, en el cual las personas están obligadas a adorar y alabar a Dios para que se le remitan sus faltas y para que Él les conceda el verse libres de ellas; el tercer estado es el de gracia, y en él uno está obligado a hacer penitencia.

Sin duda, la acidia es contraria y opuesta a todas estas cosas, ya que no se deleita en diligencia alguna. Así, pues, de hecho, este inicuo pecado de acidia es a la vez enemigo acérrimo de la vida corporal, pues no toma providencia alguna acerca de las necesidades del cuerpo, pues por su negligencia dilapida, arruina y destruye todos los bienes temporales.

La cuarta característica es la pereza; por ella uno se asemeja a los condenados del infierno por culpa de su holgazanería y vagancia, ya que éstos están tan esclavizados, que son incapaces de actuar o pensar bien. La pereza es la primera causa que obstaculiza o impide el que el hombre realice el bien, y, por ello, tal como dice San Juan, Dios considera abominable tal pecado[606].

A continuación viene la indolencia, que se resiste a aceptar cualquier molestia o sufrimiento. Pues en verdad la indolencia es tan delicada y sensible que, como afirma Salomón[607], con ella el hombre se resiste a soportar incomodidades o molestia alguna y, por ende, destruye todo cuando se hace.

Contra este corrompido pecado de acidia e indolencia el hombre debería ejercitarse en obrar el bien, y acumular coraje virtuoso y varonil, pensando que Jesucristo Nuestro Señor recompensa toda buena acción por mínima que sea.

La costumbre del trabajo es algo muy grande, ya que hace, como afirma San Bemardo, que el trabajador posea fuertes brazos y recia musculatura; la indolencia, por el contrario, los vuelve débiles y delicados.

Viene después el temor de comenzar a obrar el bien, pues, ciertamente, el que es proclive al pecado se figura que acometer buenas acciones es notoria empresa y se imagina que las circunstancias del bien obrar son tan incómodas y fatigosas de aguantar, que no se atreve a emprender el camino del bien, tal como afirma San Gregorio.

A continuación tenemos la esperanza vana, que consiste en desesperar de la divina misericordia, la cual, a veces, tiene su origen en una pena exacerbada; y en otras, en un exagerado temor, pensando que uno ha pecado tanto, que esa misericordia resultará inútil, aunque uno se arrepienta y abandone la senda del pecado. Como afirma San Agustín, esta clase de miedo desesperado entrega el corazón a toda suerte de pecados. Si este vituperable pecado llega a su culminación, se denomina pecado contra el Espíritu Santo. Esta terrible falta es tan peligrosa, que si uno está sumido en ella, no alberga temor alguno en cometer cualquier felonía o pecado[608].

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