Cuento del párroco IX

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Sigue la lujuria.

Después de la gula viene la lujuria, pues estos dos pecados son parientes tan próximos, que son prácticamente inseparables. Sabe Dios que semejante práctica resulta muy desagradable a los ojos de Dios, pues Él afirma: «No seas lascivo[625]». Y, por consiguiente, en el Antiguo Testamento este pecado era castigado con grandes penas. Si una esclava era sorprendida en este pecado, había de morir apaleada. Y si fuera mujer noble, sería lapidada. Y si la hija de un obispo, colocada en la hoguera por mandato divino.

Además, por el pecado de lujuria Dios anegó el Universo con el diluvio. Y, acto seguido, los rayos abrasaron cinco ciudades, sumiéndolas en los infiernos.

Hablaremos ahora de ese hediondo pecado de la lujuria que se denomina adulterio entre casados, a saber, si uno, o ambos, están casados. San Juan[626] declara que los adúlteros estarán en el infierno en un ardiente estanque de fuego y azufre; de fuego, a causa de su lujuria; de azufre, por el hedor de su impureza. Ciertamente, el quebrantamiento de este sacramento es cosa horrible. Dios mismo lo instituyó en el Paraíso[627] y Jesucristo lo confirmó, como lo atestigua San Mateo en su Evangelio: «El hombre abandonará padre y madre, y tomará esposa, y ambos serán una sola carne[628]». Este sacramento simboliza la unión de Cristo con su Iglesia.

Y no solamente Dios prohibió la comisión del adulterio, sino que también mandó que no se desease a la mujer del prójimo. En este mandamiento, observa San Agustín, se prohíben todos los deseos lascivos de cometer acciones lujuriosas. Mirad lo que dice San Mateo en su Evangelio: «Quienquiera que mira a una mujer con deseo lujurioso, ha cometido adulterio en su corazón[629]». De ahí podéis colegir que no sólo se prohíbe el acto pecaminoso, sino también el deseo de cometerlo.

Este maldito pecado daña gravemente a los que lo cometen. Y en primer lugar, al alma, a la que impele a pecar y acarrea la pena de muerte eterna. También causa grave perjuicio al cuerpo, pues lo agota, consume y arruina, y sacrifica su sangre al demonio infernal: dilapida su hacienda y su ser. Y si es ciertamente ignominioso que un hombre dilapide su hacienda con mujeres, con todo, más ignominioso resulta que por tal inmundicia las mujeres dilapiden su hacienda y su cuerpo con los hombres. Como afirma el profeta, este pecado priva de su buen nombre y reputación al hombre y a la mujer, resulta muy agradable al diablo, pues por él conquista a la mayoría de las personas de este mundo. Y así como un mercader se dedica con agrado a las transacciones más rentables, igualmente el demonio se deleita en esta basura.

Este pecado constituye la otra mano del diablo, que con sus cinco dedos los induce hacia esta hediondez.

El primer dedo lo constituyen las locas y desenfadadas miradas de un hombre y una mujer que, como el basilisco, matan con el veneno de sus ojos: a la codicia de los ojos sigue la del corazón.

El segundo dedo lo forman los tocamientos pecaminosos; y por ello afirma Salomón[630] que quien toca y manosea a una mujer le acontece como a quien palpa a un escorpión venenoso que pica y mata rápidamente con su veneno, o como a quien toca pez caliente con los dedos: le quedan destrozados[631].

Las palabras impuras son el tercer dedo que actúan como el fuego: abrasan el corazón instantáneamente. 

El cuarto dedo es el besar. Ciertamente loco de remate sería quien besara la boca de un horno o crisol. Más locos aún son los que dan besos lujuriosos, pues esa boca es la del infierno. Y especialmente estos viejos libidinosos, empeñados en besar para probar aunque no puedan hacer. Ciertamente se parecen a los perros que cuando se pasan junto a un rosal u otra planta levantan la pata y, aunque no tengan ganas, simulan orinar.

Muchos hombres piensan que el ejecutar impudicias con su esposa no es pecaminoso: sin duda, esta opinión es falsa. Dios, sabe que uno puede herirse con su propia daga y emborracharse con vino de su mismo tonel. En verdad, el que ama a su esposa o hijo, o a cualquier otra cosa mundana más que a Dios, convierte a aquéllos en ídolos y se torna idólatra. Uno debería amar a su esposa con discreción, paciencia y moderación, como si fuera su hermana.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now