Cuento del párroco XI

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La tercera parte es la penitencia sacramental, que generalmente consiste en las obras de caridad y castigos corporales. Las obras de caridad se dividen en tres, a saber: contrición de corazón, por la que uno se ofrece a sí mismo a Dios; piedad de las faltas ajenas; y la tercera, dar buen consejo y auxilio corporal y espiritual a quien lo necesita, y en especial en lo referente a la manutención.

Considera que las personas suelen necesitar alimento, vestido y cobijo, consejo amable, que se les visite en caso de enfermedad y prisión, y sepultura al fallecer. Cuando no te resulte posible visitarle personalmente debes hacerle llegar tus mensajes y regalos. Éstas son generalmente las limosnas u obras de caridad procedentes de los hacendados ricos en prudencia. Y esas obras de misericordia les serán recordadas al hombre en el día del juicio.

Estas limosnas han de darse de los bienes propios, de modo diligente y con discreción. Sin embargo, si no puedes guardar el sigilo, a pesar de ser visto por los demás, no por eso dejes de llevarlas a cabo. Hazlo de forma que no requieras el agradecimiento del mundo, sino el de Jesucristo. Pues como declara San Mateo en el capítulo V: «No se puede ocultar una ciudad edificada sobre un monte. Ni se enciende una lámpara para ocultarla bajo un celemín, sino sobre un candelabro, para que dé luz a los habitantes de una casa. Así debe acontecer con vuestra luz: que ilumine a los hombres, de modo que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos[654]».

Hablaré a continuación de los actos corporales de penitencia: oraciones, vigilias, ayunos, enseñanzas virtuosas. Pues habéis de saber que el manifestar algún piadoso deseo de corazón dirigido a Dios mediante palabras es también objeto de las plegarias. De este modo se alejan los males y se obtienen bienes espirituales y duraderos e, incluso a veces, bienes temporales.

A decir verdad, de entre todas las oraciones, Jesucristo encerró en el Padrenuestro la mayoría de sus peticiones. Sin duda, en tres privilegios radica su inigualable dignidad. Tiene por autor al mismo Jesucristo; es corta, para que pueda aprenderse y retenerse en la mente con facilidad, y así recitarla más a menudo, y de este modo el hombre se canse poco al decirla, y no tenga excusas para aprenderla: es concisa y fácil. Además, el Padrenuestro engloba en sí todas las oraciones.

Para los maestros en teología dejo la apología de esta oración tan santa, digna y excelente. Sólo diré que al pedir a Dios que perdone tus culpas así como tú perdonas las de tus deudores, cuida mucho de no estar alejado de la caridad. Esta santa oración reduce asimismo el pecado venial, y, por tanto, cae específicamente dentro del ámbito penitencial.

El Padrenuestro ha de recitarse con fe genuina y verdadera, levantando el corazón a Dios de modo ordenado, devoto y discreto, y siempre sometiendo nuestra voluntad a la divina. También debe recitarse con gran humildad y pureza de corazón, con honradez, y sin tener presente el daño al prójimo, sea hembra o varón. Y debe prolongarse con las obras de caridad. Es también útil contra los vicios del espíritu, pues, como declara San Jerónimo: «El ayuno evita los pecados de la carne y la plegaria los pecados del espíritu».

A continuación debes saber que la vigilia se encuentra entre los actos de la penitencia física. Jesucristo nos enseña: «Velad y orad para que no caigáis en tentación[655]».

Debéis también saber que el ayuno consiste en tres cosas: abstenerse de las comidas y bebidas corporales, de los placeres mundanos y del pecado mortal, es decir, que uno debe precaverse contra el pecado mortal con pleno ahínco.

Compréndase que fue Dios quien ordenó ayunar. Y éste tiene cuatro requisitos: longanimidad para con los necesitados, alegría espiritual de corazón —sin estar molesto y enojado a causa del ayuno— y la moderación en el comer en las horas acostumbradas; es decir, cuando uno ayune no debe comer a deshora ni estar más tiempo en la mesa.

La mortificación, la enseñanza de palabra, por escrito o por el ejemplo, forman también parte de los castigos corporales. Igualmente se incluye el uso —por amor de Jesucristo— de cilicios, estameñas o púas a flor de piel. Pero cuida que este tipo de penitencia corporal no te haga más amargado, acre o descontento de ti mismo. Mejor será arrojar un cilicio que la seguridad en Cristo Jesús. A este efecto afirma San Pablo: «Vosotros, los elegidos de Dios, revestíos de misericordia de corazón, bondad, paciencia y de análogos atavíos[656]». Esas prendas satisfacen más a Jesucristo que los cilicios, estameñas o púas.

Los golpes de pecho, las flagelaciones, genuflexiones, las tribulaciones, el sufrir con paciencia las injusticias, así como los padecimientos por enfermedad, o pérdida de bienes materiales o el óbito de la mujer, de un hijo, o de amigos, también forman parte de los castigos corporales.

Hay cuatro cosas que impiden el hacer penitencia: el temor, la vergüenza, esperanza y desespero o desesperación.

Menciono en primer lugar el temor, por el cual uno se figura que se es capaz de padecer un castigo corporal. A este temor hay que oponer el pensamiento de que los sufrimientos corporales son cortos y nimios comparados con las penas del infierno, tan duras y largas que no tienen fin.

Contra la vergüenza que siente un hombre en confesarse, y especialmente por lo que respecta a esos hipócritas que se consideran tan perfectos que no tienen necesidad de confesión contra ella, uno debería pensar que si no se está racionalmente avergonzado de obrar con indignidad, ciertamente tampoco debe estarlo de hacer buenas obras, entre las que se encuentra la confesión.

Uno debería también pensar que Dios ve y conoce todos los pensamientos y acciones. Nada hay que quede para Él escondido o encubierto. También los hombres deben recordarse de la vergüenza del Juicio Final que recaerá en los que en esta vida no hayan hecho penitencia y no se hayan confesado. Todo lo que ha permanecido oculto en este mundo se verá con claridad meridiana por todas las criaturas, las del cielo, las de la tierra y las del infierno.

Por lo que respecta a la esperanza de los que son tardos y reacios a confesarse, digamos que es de dos clases. Uno cifra la esperanza de vivir largo tiempo y adquirir muchos bienes para deleite propio; tras lo cual se confesará, pues, como él mismo afirma, sea éste el momento más oportuno de hacerlo. La otra clase radica en la confianza excesiva en la misericordia de Cristo.

Como remedio al primer error tendrá presente que no poseemos garantía alguna de vivir y también que todas las riquezas de este mundo son efímeras y se disipan como la sombra en las paredes. San Gregorio[657] aclara que incumbe a la inmensa justicia divina el que nunca se borre la pena de los que jamás se separaron voluntariamente del pecado, sino que siempre perseveraron en él. A una voluntad perpetua de pecar corresponde un castigo igualmente perpetuo.

La desesperación es de dos clases: una radica en desconfiar de la misericordia de Jesucristo, y la otra, en la imposibilidad de perseverar largo tiempo en el bien. La primera nace de que uno juzga haber pecado con tanta gravedad y reincidencia, que le parece imposible alcanzar la salvación. Ciertamente contra esta maldita desesperación uno debería meditar que la Pasión de Jesucristo posee más fuerza para desatar que el pecado tiene para atar.

El remedio contra la segunda clase de desesperación consiste en pensar que, mediante la penitencia, podemos levantarnos tantas veces como caemos. Pues, por tiempo que haya uno permanecido en pecado, la misericordia de Cristo está presta a acogerle y perdonarle. Contra la desesperación que juzga que no debería perseverar en el bien durante mucho tiempo, considerará que la debilidad diabólica nada puede hacer sin el consentimiento humano; y también, si así quisiera, poseerá la fuerza y ayuda divinas y de la Santa Madre Iglesia, al igual que la protección de los ángeles.

Tras lo cual conviene saber los frutos de la penitencia. Según las palabras de Jesucristo, la eterna bienaventuranza del Cielo, donde el gozo carece de contrapunto del dolor y de la aflicción. Allí se desvanecen todos los males de la vida presente y estamos a salvo de las penas del infierno. Allí gozará de la compañía beatífica de los que se alegran para siempre en la felicidad ajena. En este lugar, el otrora oscuro y mezquino cuerpo humano resplandecerá como el sol; este mismo cuerpo antes enfermizo, frágil, débil y mortal, se convierte en inmortal, tan fuerte y lleno de salud, que nada puede perjudicarle; allí no habrá ni hambre, ni frío, ni sed; al contrario, el alma vivirá repleta de la visión del perfecto conocimiento divino.

Este reino de bienaventuranza puede alcanzarse gracias a la pobreza de espíritu; la gloria, con humildad; el goce pleno, con hambre y sed; el sosiego, con esfuerzo; y la vida, con la muerte y mortificación del pecado.


Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now