Cuento de Melibeo

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CUENTO DE MELIBEO[319]

Cierto joven llamado Melibeo, hombre rico y poderoso, engendró de Prudencia, su mujer, una hija, a la que dieron el nombre de Sofía.

Sucedió un día que Melibeo salió al campo para solazarse y dejó en casa a su esposa e hija después de haber atrancado fuertemente las puertas. Sin embargo, tres antiguos enemigos suyos estaban al acecho, y con la ayuda de escaleras apoyadas en el muro del edificio, penetraron en él por los ventanales e infligieron malos tratos a su esposa e hirieron a su hija en cinco zonas, a saber: en los pies, en las manos, en los oídos, en la boca y en la nariz. Y se dieron a la fuga, dejándola por muerta.

Cuando, más tarde, Melibeo regresó a su casa y contempló aquel panorama rompió en llantos y gemidos y se rasgó las vestiduras.

Prudencia, su mujer, intentó calmarle, suplicándole que dejara de llorar, pero él arreciaba en sus lamentos.

Con todo, la noble Prudencia se acordaba de la máxima de Ovidio en su obra Remedio de amor: «Quien interrumpe a la madre cuando llora la muerte de su hijo está loco. Porque, durante cierto tiempo, debe dejarla que desahogue su llanto; y, pasado aquél, intentará lograr que cesen las lágrimas con dulces palabras[320]». Por este motivo dejó la digna Prudencia que su marido sollozara un rato. Luego, después de un tiempo prudencial, le habló de la siguiente manera:

—¿Por qué, señor mío, te comportas de un modo tan insensato? Pues, indudablemente, tu profundo dolor es indiscreto. Si Dios quiere, tu hija sanará y saldrá del peligro. Y aunque sucediera que ahora estuviera muerta, no deberías permitir que tal circunstancia te destruyera. Séneca afirma: «El hombre prudente no debe sentir mucho la muerte de sus hijos, sino soportarla con paciencia, del mismo modo que espera la suya propia[321]».

La respuesta de Melibeo fue inmediata. Dijo:

—¿Cómo puede uno dejar de llorar cuando existe una razón profunda para lamentarse? El mismo Jesucristo Nuestro Señor lloró la muerte de su amigo Lázaro.

—Sé muy bien —respondió Prudencia— que al afligido no se le prohíbe llorar con moderación. El apóstol San Pablo, en su Epístola a los romanos, escribe: «Uno debe reír con los que ríen y llorar con los que lloran[322]». Pues si un llanto moderado está permitido, no así el desmesurado, ya que la máscara del llanto debe medirse según la doctrina de Séneca: «A la muerte de tu amigo no permitas que tus ojos se inunden de lágrimas ni que estén excesivamente secos, y aunque las lágrimas acudan a tus ojos, no las dejes correr libremente[323]». Así, en cuanto pierdas a un amigo, has de intentar buscarte otro. Esta conducta es más inteligente que llorar al amigo perdido, pues la pérdida no tiene remedio. En consecuencia, si te dejas llevar por la sabiduría, expulsarás el dolor de tu corazón. Jesús de Sirach afirma: «Quien tiene el corazón alegre y contento se conserva vigoroso a través de los años, pero un corazón entristecido reseca los huesos[324]». Y también añade que la tristeza de corazón ocasiona numerosas muertes.

»Salomón declara: «La tristeza daña al corazón del mismo modo que la polilla a la lana de los vestidos y la carcoma al árbol[325]». Y así debemos tener paciencia, tanto si perdemos nuestra prole como nuestra hacienda. Recuerda al paciente Job, que, a pesar de haber perdido a sus hijos y a su fortuna y soportar graves tribulaciones corporales, afirmaba: «El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Que se cumpla su voluntad. Alabado sea el nombre del Señor[326]».

Melibeo replicó a todo ello:

—Tus palabras son certeras y provechosas, pero el dolor embarga mi corazón y no sé lo que debo hacer.

A lo que Prudencia replicó:

—Manda llamar a tus auténticos amigos y a tus familiares prudentes. Cuéntales la situación, escucha sus consejos y guíate por ellos. Salomón afirma: «Actúa siempre por consejos, y jamás te arrepentirás[327]».

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now