Cuento del erudito IV

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Estando así las cosas pasaron cuatro años y quedó nuevamente preñada; pero esta vez Dios quiso que pariese un hermoso varón para Walter. Cuando se lo dijo al padre, no sólo él, sino todo el país, se regocijaron con el niño, dando gracias al Señor y alabándole. Pero un día, cuando el niño tenía ya dos años y la nodriza le había destetado ya, el marqués tuvo el capricho de probar a su esposa todavía más si era posible. Sin embargo, ¡qué inútil ponerla a prueba otra vez! Pero es que los hombres casados no conocen límite cuando encuentran a una mujer paciente.

—Mi querida esposa —dijo el marqués—. Como ya sabéis, mi pueblo ha tomado muy mal nuestro matrimonio, y ahora, especialmente desde que nació nuestro hijo, peor que nunca. Sus murmuraciones taladran mi corazón; tan crueles son los rumores que me llegan a los oídos, que mi espíritu está casi quebrantado. Ahora andan diciendo esto: «Cuando Walter se vaya, la familia de Janícula tendrá que sucederle y convertirse en nuestra dueña, no tenemos otra elección». No cabe duda de que esto es lo que se dice por ahí, y yo tengo que tener en cuenta las murmuraciones de esta clase, pues aunque no lo dicen claramente ante mí, realmente tales ideas me asustan. Querría vivir en paz, si me dejan, y, por consiguiente, estoy dispuesto a librarme de mi hijo en secreto, de igual modo como me libré de su hermana aquella noche. Os lo advierto para que no os pongáis fuera de vos repentinamente por la pena. Tened paciencia en esto, os lo pido encarecidamente.

—He dicho y siempre diré —replicó ella— que, en verdad, no deseo nada sino complaceros a vos; no siento pena en absoluto, aunque maten a mi hija y a mi hijo (por orden vuestra, claro). No he tenido otra participación en mis dos hijos que primero el embarazo y luego la pena. Vos sois nuestro dueño; haced lo que queráis con lo que es vuestro; no me pidáis consejo, pues del mismo modo que dejé todas mis ropas en casa cuando vine hacia vos por primera vez, del mismo modo dejé mi voluntad y mi libertad allí y acepté vuestros atavíos. Por consiguiente, os pido que hagáis lo que deseéis, y yo obedeceré en lo que os plazca. Por cierto, que si yo pudiese anticiparme a vuestros deseos y los supiese antes de que me dijeseis cuál es vuestro capricho, no dejaría de ejecutarlo. Pero ahora que sé lo que queréis y lo que deseáis que se cumpla, seré constante y firme en todo lo que queréis. Y si supiese que mi muerte os tenía que dar tranquilidad, entonces, para complaceros, gustosamente moriría. La muerte no es nada en comparación con nuestro amor.

Al darse cuenta de la constancia de su esposa, el marqués sintió vergüenza y bajó los ojos. Quedó pasmado de lo que ella podía aguantar con tanta entereza. Entonces se fue, con una resuelta expresión en el rostro, aunque en su fuero interno estallaba de felicidad.

Su temible secuaz se llevó a su hermoso hijito de la misma forma en que se había apoderado de su hija, o incluso con mayor crueldad si cabe. Sin embargo, ella no mostró señal de pena —tanta era su paciencia—, pero besó también a su hijo y lo persignó, pidiendo únicamente a aquel sujeto que, si podía, lo enterrase en la tierra para preservar a sus tiernas y delicadas extremidades de las aves y de las bestias de presa. Pero no obtuvo respuesta de ninguna clase. El hombre se marchó como si aquello no significase nada para él; pero llevó con todo cuidado al niño a Bolonia.

Cuanto más pensaba sobre el asunto, más se maravillaba el marqués por su paciencia y, si no hubiese estado seguro de cuánto amaba a sus hijos, hubiese sospechado de que ella pasaba por todo aquello por astucia, malicia o dureza de corazón. Pero sabía perfectamente que, después de él, a quienes ella amaba más era a sus hijos.

Ahora preguntaré a las damas presentes si no consideran que todas estas pruebas no eran ya suficientes. ¿Qué más podría idear este implacable marido para comprobar la fidelidad y constancia hacia alguien tan inexorable como él? Pero hay un tipo de personas que una vez han decidido tomar determinada senda, no pueden ya resistir, sino que se atienen a su propósito primitivo, como un mártir atado a la estaca del suplicio. Tal era el caso del marqués, que persistía en poner a su mujer a prueba según su propósito inicial.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now