Cuento del capellán de monjas

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Una pobre viuda[477], algo entrada en años, vivía en una casita situada junto a una arboleda en un valle. Había llevado una vida muy sufrida y sencilla, desde que dejó de ser esposa, pues tenía pocas propiedades e ingresos. Se mantenía ella y sus dos hijas, pasando con lo que Dios les enviaba: poseía tres grandes marranas, no más, tres vacas y una oveja llamada Molí. La sala y el cenador donde ella despachaba sus frugales comidas estaban cubiertas de hollín. No tenía necesidad de salsas picantes, porque ningún alimento delicado llegaba a sus labios. Su dieta alimenticia corría pareja con su vivienda. Y, así, nunca cayó enferma por comer demasiado; una dieta moderada, ejercicio y un corazón satisfecho eran toda su medicina. Ninguna clase de gota le impedía bailar, ningún tipo de apoplejía le preocupaba; no bebía vino, ni blanco ni tinto. La mayor parte de los platos que se servían en su mesa eran blancos y negros: leche y pan moreno —alimentos que nunca le faltaban—, tocino frito y, algunas veces, uno o dos huevos; pues ella era lechera de poca monta.

Tenía un patio vallado y rodeado de un foso seco por el exterior, en el que guardaba un gallo denominado Chantecler. Cantando no tenía rival en todo el país. Su voz era más dulce que la del órgano que sonaba en la iglesia los días de misa.

Su canto era más exacto que un reloj o el del campanario de la abadía. Sabía por instinto cada revolución de la línea equinoccial en aquella población, pues cada quince grados, a la hora precisa, solía cantar matemáticamente. Su cresta era más roja que el mejor coral, y su perfil, almenado como el muro de un castillo. Su pico, negro, brillaba como el azabache; sus patas y dedos, de color azul celeste, y las uñas, más blancas que un lirio; sus plumas tenían el color del oro bruñido.

Este noble gallo tenía a su cargo siete gallinas para su goce; eran sus compañeras y amantes, todas con notable parecido a él en colorido. La que tenía los colores más bonitos en el cuello la llamaban la hermosa Madame Pertelote. Era cortés, tenía mucho tacto, elegancia y sabía ser buena compañera. Poseía tanta belleza, que el corazón de Chantecler le pertenecía y estaba firmemente encadenado al suyo desde que ella tenía sólo una semana. ¡Qué feliz era él en su amor! Al romper el alba, ¡qué delicia oírles cantar en dulce acorde «mi amor se ha ido»! Pues, en aquellos tiempos, me han contado que los animales y los pájaros sabían hablar y cantar.

Pues bien, sucedió que una mañana temprano, mientras Chantecler estaba sentado con sus esposas junto a la bella Pertelote sobre la percha de la vivienda, empezó a gemir como un hombre que tiene una maligna pesadilla cuando duerme. Al oír Pertelote aquel alboroto se asustó y exclamó:

—Corazón, cariño, ¿qué te pasa? ¿Por qué gimes así? ¡Vaya dormilón estás hecho! Deberías avergonzarte.

Chantecler replicó:

—Por favor, no te preocupes. Soñaba que estaba ahora mismo en un aprieto tal, que mi corazón todavía está temblando de miedo. ¡Ojalá Dios haga propicio mi sueño y libre mi cuerpo de entrar en una sucia mazmorra! Pues soñé que mientras paseaba de un lado a otro por nuestro patio vi a una criatura, parecida a un perro, con ademán de agarrarme y hacerme pasar a mejor vida. Tenía el color amarillo rojizo, pero la punta de la cola y las de las orejas eran negras, al revés que el resto de su pelo; tenía un hocico estrecho y dos ojos de mirada penetrante. Todavía estoy medio muerto de miedo por su aspecto. No es extraño que gimiera.

—Vamos, vamos —replicó ella—. ¿No te da vergüenza, pusilánime? Por Dios que está en los cielos, acabas de perder mi corazón y mi amor. Juro aquí mismo que no puedo amar a un cobarde. Pues, digan lo que digan las mujeres, lo cierto es que todas deseamos a ser posible maridos que sean valientes, sabios, generosos y merecedores de nuestra confianza; no queremos tacaños, ni estúpidos, ni los que se asustan a la vista de un arma; tampoco los fanfarrones. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo tienes la desfachatez de decir a tu enamorada que hay algo que te da miedo? ¿Es que no posees corazón de hombre con esta barba que tienes? ¡Ay de mí! ¿Es que te asustan los sueños? Dios sabe que los sueños no son más que estupideces. Los sueños son el resultado de excesos en el comer; algunas veces los causan los vapores en el estómago y una mezcla de humores en superabundancia. Perdóname, pero estoy segura de que el sueño que tuviste anoche proviene del exceso de bilis roja en la sangre, que es la que hace que la gente tenga terribles pesadillas referentes a flechas, lenguas rojas de fuego, enormes bestias enfurecidas de color rojo, luchas y perros de todas las formas y tamaños. Exactamente lo mismo que el humor negro de la melancolía hace que muchos griten en sus pesadillas mientras duermen, al sentir el temor de osos o toros negros, o de ser arrastrados por diablos negros también. Te podría contar otros humores que causan mucho trastorno a la gente mientras duerme, pero quiero terminar cuanto antes. Por cierto, ¿no fue Catón[478], aquel hombre tan sabio, el que dijo una vez: «No hagas caso de los sueños»?

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now