Cuento del intendente

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Cuando Febo habitaba aquí abajo en la Tierra (como nos cuentan los libros antiguos), no era solamente el más brioso joven caballero del mundo, sino también el mejor arquero, pues un día exterminó a la serpiente Pitón mientras estaba durmiendo al sol. También podréis leer relatos de muchas otras extraordinarias hazañas que realizó con su arco. Sabía tocar cualquier instrumento musical, y, cuando se ponía a cantar, los claros registros de su voz eran auténtica música. Es seguro que Anfión, el rey de Tebas, que construyó las murallas de aquella ciudad en medio de cánticos, nunca cantó ni la mitad de bien que él. Además, era el hombre más apuesto de la Tierra.

Pero ¿para qué describir sus rasgos? Simplemente no había hombre viviente con mejor porte y aspecto. Y, por si era poco, estaba dotado de nobleza, honor y excelencia a más no poder.

Febo, este joven sin igual en generosidad y capacidad caballeresca, solía llevar un arco en la mano, tanto por deporte como por símbolo de su victoria sobre Pitón. O, al menos, así lo refiere la Historia.

Ahora bien, Febo tenía en su casa un cuervo enjaulado que hacía mucho tiempo llevaba educando y al que había enseñado a hablar, de la misma forma que se enseña a los arrendajos.

Este cuervo era blanco como un cisne albino y sabía imitar la voz de cualquier persona que estuviera contando un cuento. Además, no había ruiseñor en todo el mundo que cantase ni la millonésima parte de bien y con semejante alegría.

Febo tenía también en la casa a una esposa a la que amaba más que a su propia vida. Procuraba complacerla y honrarla noche y día, salvo en una cosa. A decir verdad, él era celoso y demasiado propenso a no perderla de vista, pues le daba mucha rabia que pudiesen tomarle el pelo —como le sucede a todo el mundo en su mismo caso—, aunque, ¿de qué sirve todo eso? Nunca puede hacerse nada para remediarlo. Una buena esposa —que sea pura de palabra y obra— no debería estar nunca bajo vigilancia; igualmente cierto, trabajo en vano es montar guardia para vigilar a una prostituta; simplemente, no sirve para nada. Creo que perder tiempo del trabajo para vigilar a la propia esposa resulta una completa estupidez. Los viejos estudiosos lo llevan dicho frecuentemente en sus libros.

Pero volvamos al tema. Este excelente Febo hacía todo lo posible para hacerla feliz, suponiendo que su agradable modo de ser, su hombría y su conducta serían suficiente garantía para que nadie le desbancase a los ojos de ella. Pero sabe Dios que hay una cosa que nadie puede conseguir: alterar un instinto que haya sido implantado por la Naturaleza en una criatura.

Coged cualquier pájaro: colocadlo en una jaula, mantenedlo lo más limpio posible y poned todo el corazón y el cerebro en alimentarlo con las más deliciosas e imaginables comidas y bebidas. Con todo, el pájaro, aunque lo tengáis en la más alegre de las jaulas doradas, preferirá mil veces volar hacia el frío y cruel bosque y comer gusanos y otras porquerías por el estilo; nunca cesará en su intento de escapar de su jaula; siempre estará ansiando la libertad.

Tomad un gato: alimentadlo bien con leche y carne tierna, y dadle cama de seda, pero en cuanto vea a un ratón corriendo por el suelo junto a la pared, abandonará la leche, la carne y lo demás, todos los lujos de aquella casa: tal es el apetito que siente por los ratones. Como veis, el instinto siempre vence y el apetito hace que la prudencia desaparezca.

Una loba tiene también un vil modo de ser: cuando está en celo elegirá al lobo más fiero y de peor fama que encuentre. Pero todos los ejemplos que he facilitado se refieren a los hombres que son infieles, de ningún modo a las mujeres, pues los hombres jamás carecen de un apetito lascivo de gozar con criaturas inferiores antes que con sus esposas; por bonitas, fieles y dulces que éstas sean. Tan codiciosa de novedad es esta maldita carne nuestra, que no disfrutamos durante mucho tiempo de cualquier cosa que represente virtud.

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