Cuento del magistrado II

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Los cristianos llegaron y desembarcaron en Siria con una numerosa e ilustre comitiva. El sultán inmediatamente despachó un mensajero para anunciar la llegada de su esposa, en primer lugar a su madre y, luego, a todo el país. Para honrar el reino, rogó a la sultana, su madre, que saliera a recibir a la reina.

Los sirios y los romanos se encontraron con un gran gentío dispuesto con extraordinaria fastuosidad. La madre del sultán, ricamente vestida y con semblante alegre, recibió a Constanza con el mismo afecto con que una madre hubiera recibido a su hija. Con gran pompa cabalgaron lentamente hacia la ciudad cercana. No creo que el triunfo de César, del que Lucano alardea tanto, hubiese podido ser más magnífico y mejor preparado que el conjunto de aquella sonriente multitud. Sin embargo, a pesar de todos sus halagos, esta figura sádica y maligna, esta sultana de corazón de escorpión[151], estaba preparándose para dar un aguijonazo mortal. Poco después llegó el sultán con espléndido boato y dio la bienvenida a Constanza con todos los signos de felicidad y deleite. Aquí les voy a dejar regocijándose. Sólo me interesa explicaros el final de la historia. A su debido tiempo se creyó oportuno terminar la celebración y tomarse un descanso.

Y llegó el momento en que la sultana fijó el día para el banquete del que os hablé. Todos los cristianos, jóvenes y viejos, se prepararon para el festín. Fue un espectáculo magnífico, y gozaron de más manjares deliciosos que los que puedo describir; pero todo ello lo tuvieron que pagar muy caro antes de levantarse de la mesa.

El dolor repentino sigue siempre a la felicidad terrena, que está sin cesar sembrada de amargura, pues la pena, resultado de nuestro goce en nuestros esfuerzos terrenales, vive siempre detrás de nuestra felicidad. Escuchad mi consejo si queréis estar en lugar seguro: en el día de vuestra felicidad acordaos de que la pena o la calamidad inesperada viene siempre a continuación.

En una palabra: aquel día, el sultán y todos los cristianos, con la única excepción de Constanza, fueron apuñalados y descuartizados mientras se hallaban en la mesa. Este hecho atroz fue realizado por esta abominable vieja comadre, la sultana, con la colaboración de sus amigos. Ella quería gobernar el país personalmente. Ni uno solo de los sirios que se habían convertido y tenían la confianza del sultán llegó a levantarse de la mesa: todos fueron hechos trizas. Los asaltantes rápidamente se apoderaron de Constanza y la pusieron a bordo de un barco sin timón, diciéndole que aprendiera a navegar desde Siria hasta Italia, su patria.

Le dieron una cierta parte del tesoro que había venido con ella y (quiero hacerles justicia) una gran cantidad de víveres. También llevaba vestidos. Así fue cómo ella zarpó mar adentro. ¡Oh, Constanza, llena de amabilidad y dulzura, hija querida del emperador, que el Dios de la Fortuna sea tu guía! Se persignó y rezó a la cruz de Jesucristo con voz lastimera:

—¡Oh, altar resplandeciente y bendito, Santa Cruz, teñida con sangre compasiva del Cordero que lava la antigua iniquidad del mundo, sálvame del diablo y sus garras el día en que me ahogue en este mar profundo! Árbol victorioso, protección de los fieles, que por sí solo pudiste sostener al herido Rey de los cielos, al blanco Cordero traspasado por la lanza. Tú tienes poder para arrojar los demonios del hombre y de la mujer, a quien extiendes tus benditos brazos. Guárdame y dame fuerzas para remediar mi vida.

Pasaron los días y transcurrieron los años surcando el barco los mares de Grecia[152] hasta que la suerte la llevó a los estrechos de Marruecos[153]; ella comía poco y muchas veces buscó la muerte, antes de que las embravecidas olas la arrojasen al lugar al que el destino la había de llevar.

La gente se preguntará: «¿Por qué no fue ella degollada junto con los demás en el banquete? ¿Quién estuvo allí para salvarla?». A estas preguntas contestaré: Dios salvó a Daniel en aquel terrible cubil en el que —juntos, dueños y esclavos— todos fueron devorados por los leones; todos, excepto Daniel, porque lloraba a Dios en su corazón. Por medio de ella, Dios eligió mostrar su poder milagroso para que los demás pudiéramos ver sus grandes obras. Los filósofos saben que Jesucristo (que es el remedio seguro para todo mal) emplea inadecuados instrumentos para fines incomprensibles al entendimiento humano. Nuestra ignorancia no puede comprender su sabia providencia. Sin embargo, como no fue degollada en el banquete, ¿quién la salvó evitando que las olas la ahogasen? ¿Quién rescató a Jonás del vientre de la ballena, hasta que fue arrojado sobre Nínive? Como sabéis, el mismo que salvó al pueblo hebreo de ahogarse cuando atravesó el mar a pie enjuto. Y ¿quién manda a los cuatro espíritus de la tormenta y les da poder para hostigar la tierra entera? Norte, Sur, Este y Oeste, no muevas hoja, olas ni tierra. Con toda seguridad él fue quien mandó que esta mujer, tanto dormida como despierta, quedase protegida de la tormenta. ¿Dónde pudo ella encontrar alimentos y bebida y cómo pudieron durar sus víveres más de tres años? ¿Quién alimentó a María de Egipto[154] en el desierto y la cueva? Con toda certeza fue Jesucristo. Hizo un milagro tan grande como cuando alimentó a cinco mil personas con sólo cinco panes y dos peces. Dios le envió su abundancia en la necesidad.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now