Cuento del escudero: Epílogo

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Escudero, palabra de honor de que habéis cumplido perfectamente vuestro cometido. Os felicito por vuestro talento —dijo el terrateniente—. Considerando vuestra juventud, habláis con tanto sentimiento y fervor, que no puedo dejar de aplaudiros. Si proseguís, en mi opinión nadie logrará superaros en elocuencia. ¡Que Dios os dé suerte y que aumenten vuestros conocimientos! Disfruto muchísimo con vuestra conversación.

Tengo un hijo y ¡por la Santísima Trinidad!, que preferiría tener a un hombre de criterio como vos que poseer veinte libras de valor en tierras, aunque ahora mismo me las diesen aquí. ¿De qué sirve tener posesiones si un hombre carece de conocimientos? Bastantes veces he reprendido a mi hijo, y veo que no tiene ningún interés en estas cosas: todo lo que hace es jugar a los dados, tirar el dinero por ahí y perder lo que tiene. Y antes prefiere hablar con un joven servidor que sostener una conversación con algún caballero del que pueda aprender verdaderos buenos modales...

—¡Un pimiento vuestros buenos modales! —exclamó nuestro anfitrión—. ¿Qué es todo eso, señor terrateniente? Por favor, sabéis perfectamente que cada uno de los presentes debe, por lo menos, contar un cuento, si no quiere quebrantar su promesa.

—Ya me doy cuenta de ello, señor —repuso el terrateniente—; pero, por favor, no penséis mal de mí si cruzo unas palabras con este joven.

—Ni una palabra más —le replicó el anfitrión—. Empezad vuestra historia.

—Con mucho gusto, señor anfitrión —contestó él—. Me inclino ante vuestra voluntad, por lo que escuchad lo que voy a contar. Hasta donde alcanzan mis luces, no me opondré a vos en ningún sentido. Ruego a Dios que os complazca, pues si [mi cuento] os gusta, ya me sentiré satisfecho.

Los cuentos de CanterburyWhere stories live. Discover now