Capítulo 2

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La tierra cruje bajo el peso de mis botas mientras una suave brisa helada remueve mi largo cabello. Lo blancos mechones se adhieren a mi rostro y, sin embargo, no me molesto en retirarlos pues poco después son arrastrados hacia delante quedando suspendidos frente a mis ojos.

Las ramas de los árboles se balancean a mi alrededor y el sonido de las hojas al rozar unas con otras inunda mis oídos. Extiendo los brazos a ambos lados de mi cuerpo y siento como el viento se desliza entre mi ropa. Cierro los ojos e inmediatamente mis otros sentidos se ponen en funcionamiento. La negritud que llena mi mente tan solo dura un segundo pues pronto comienzan a aparecer cientos de imágenes teñidas de color rojizo. Continuos flashes que se entrelazan creando el mismo paisaje que se extiende tras mis párpados cerrados, algo más brillante pero menos nítido.

Un mecanismo de autodefensa que se activa cuando mi visión es cegada y que puede llegar a ser verdaderamente útil, pero que en estos momentos resulta molesto. Otros sólo deben cerrar sus ojos para desconectar de la realidad, mientras que yo tengo que luchar por reprimir mi propia naturaleza.

Mis brazos, antes extendidos, caen contra mi cuerpo y mis manos se tornan en puños que comienzo a apretar con fuerza. Pequeñas arrugas inundan mi frente y las venas a ambos lados de mi cuello adquieren una tonalidad oscura. Lo siguiente que se sé es que las imágenes que invaden mi mente desaparecen con brusquedad y me tambaleo. Sin embargo, mi mente no queda en blanco como quería, sino que repentinamente es asaltada por un recuerdo...

Una pequeña niña de apenas cinco años de edad se encuentra sentada, con la espalda recta, en una incómoda silla de metal.

Esa niña soy yo.

Frente a mi hay una gran mesa, tan alta que apenas sobresale mi nariz por encima de ella, y al otro lado se encuentra Matías, mi padre, aunque no me gusta llamarlo de ese modo. A su lado, un bastón de madera oscura y empuñadura bañada en oro se halla apoyado contra el lateral de la mesa, un recordatorio constante de la marcada cojera que lo acompaña al caminar.

— Debes comprender que los humanos son débiles, Nhor — me recuerda él con voz suave —. Los seres humanos se dejan llevar por sus emociones y pierden su capacidad de razonar, pero tú no. Tú eres perfecta, Nhor... en todos los sentidos.

Parpadeo y asiento ligeramente comprendiendo sus palabras.

Las finas saetas de un sencillo reloj, blanco y negro, colgado en la pared a mi izquierda se mueven de forma sonora mientras el tiempo fluye.

Los humanos son débiles.

Tic... tac...

Yo no soy humana.

Tic... tac...

No soy débil.

Parpadeo de nuevo y mi cabeza se inclina hacia un lado observando a mi padre con detenimiento. Unas profundas arrugas surcan su frente y otras más suaves emergen de las esquinas de sus ojos rasgados.

Tic... tac...

Mi cerebro asume lo que ha dicho y, tras procesar la información, dejo que mi aniñada voz emerja:

— Pero, padre... usted es humano

Él se tensa visiblemente. Mi rostro no muestra emoción alguna ni tampoco hay ningún cambio en el tono de mi voz. Sin embargo, Matías parece adquirir una postura defensiva.

— Así es —asiente él tras unos segundos de incómodo silencio —. Pero no debes compararme con otros —enfatiza él elevando su voz, aunque escucho claramente el esfuerzo que sus cuerdas vocales hacen por mantenerla estable —. Yo no soy débil.

Los Ojos del Hielo © #4Where stories live. Discover now