Venticinco

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Mayo, 23. 2017

Ella.

De regreso a mi hogar, tras haber pasado la tarde en casa de mi novio, no puedo dejar de pensar en lo que Montse me ha dicho ayer.

¿Acaso estoy forzando esta relación?

A veces cuando me encuentro sola en mi habitación, me descubro a mi misma, imaginando cómo sería todo si no estuviera con Raimundo. Sin embargo, luego cuando estoy junto a él, soy consciente de que lo quiero bastante y me gusta compartir mi tiempo con él, al menos casi siempre.

Libero un suspiro.

Mi mente está excesivamente cargada de pensamientos hoy.

Por la mañana, al finalizar las clases personalizadas de matemática, que mamá me convenció de tomar, me han entrado unas enormes ganas de echarme a llorar. Y es que no importa cuánto lo intente, mis resultados en los exámenes experimentales de admisión que he rendido, son un desastre. Se me acaba el tiempo para mejorar y si no lo logro, estoy jodida.

Ahora eso, sumado a lo de Raimundo y con un toque adicional de discusiones diarias entre mis padres, dan como producto final, un torbellino de ideas, emociones y reflexiones incesantes, adentro de mi cabeza.

Introduzco la llave en la cerradura de la puerta que da paso al interior, y justo antes de girarla, oigo gritos provenientes del cuarto de mis padres.

Aquí vamos de nuevo.

—¡Ya estoy harta de ti! ¿Por qué no puedes entenderlo?

Reuno puerta y marco una vez adentro, y descanso la espalda contra esta, sin atreverme siquiera a respirar.

—¡Cargo sola con toda esta casa, no me concedo ni un segundo para mí misma y tú vienes a tratarme como si yo fuera tu empleada!

—¿Puedes calmarte, por favor?— la voz de papá es más pasiva que la de mi madre, pero puedo percibir en su tono, que se está esforzando por no levantarla.

Doy pasos silenciosos en dirección a mi habitación, y aunque encajo la madera rectangular en su sitio, las exclamaciones que ahora se han transformado en insultos, no son amortiguadas por nada.

He crecido toda mi vida con estos estallidos de furia entre mis progenitores. Desde que puedo recordarlo, han peleado hasta que la mujer llora y el hombre se exaspera, porque no encuentra una forma de tranquilizarla.

Mi peor memoria fue cuando tenía diez. Esa riña fue la más dolorosa y traumática en mi vida. Los chillidos de mamá parecían retumbar por toda la casa y ni aun los fuertes gritos de mi padre, parecían ahogarlos. Jamás he vuelto a escuchar a papá hablar como aquella vez.

Esa noche cosas se quebraron, cosas que mamá le arrojaba a su esposo, se estrellaban contra el suelo, haciéndose añicos.
Esa noche, la mujer cogió una maleta, subió al auto y arrancó a toda velocidad.

Si cierro mis ojos ahora, todavía puedo oír el portazo que hizo vibrar la estructura y las ruedas del carro chirriando contra el asfalto.

Desde ese día, supe que sucediera lo que sucediera en mi vida, nunca caería en ese nivel de rencor y toxicidad. Supe que si, en el futuro llegaba a casarme, no deseaba ese final. Jamás he querido algo como lo que mis padres llevan adelante. Tan repleto de heridas cerradas a la fuerza, tan colmado de emociones reprimidas, de afonías asfixiantes y sueños eternamente frustrados.

Me pongo la pijama, esforzándome en hacer caso omiso de lo que oigo. Apenas estoy en la cama, enchufo mis audífonos en el orificio inferior de mi móvil y pongo música al máximo de volumen.

El Océano Entre NosotrosWhere stories live. Discover now