CAPÍTULO 4. EL VÍNCULO QUE NOS UNE

62 15 85
                                    

La función acabó tan tarde que solo pudimos tomar una cena ligera cuando llegamos al palacio, pues la mitad de la servidumbre estaba ya descansando y no podía prepararnos nada. Me fui enseguida a la cama y descubrí que todo sentimiento de preocupación (ya fuera por lo de mis padres o por el estrés del papeleo de la corte) se había esfumado. En su lugar, tenía a Ocaso ocupando, de forma sencilla y plena, mis pensamientos.

¿Qué pasaría cuando, por la mañana, salieran las listas de los bibliotecarios y él no estuviera entre ellos? Se iría, tal vez a otro reino o a otro planeta; o de vuelta a la Universidad Universal. Y probablemente no volvería nunca más.

Sacudí la cabeza. ¡Era tonta! ¿Cómo estaba tan centrada en ese chico? Por mí, podía hacer su vida e irse a donde le diera la gana. Pero sí que era cierto que había congeniado con él de una manera especial.

Y nunca nadie me había mirado de la forma en que lo había hecho él.

Para variar, no podía conciliar el sueño. Me incorporé sobre la cama, encendí la lamparita y hurgué en la mesilla de noche hasta encontrar mi cuaderno de poemas.

Era una libreta de tapas plateadas, con ornamentos, espirales de metal y una diminuta esmeralda incrustada. Luna me la había regalado hacía cosa de dos años. La princesa sabía desde siempre cuáles eran mis gustos, por eso sus detalles eran los mejores.

Cuando me había visto bajando las escaleras con Ocaso en la ópera (al final nos quedamos a verla entera juntos), me lanzó una sonrisa bastante amplia, y tras hacer las presentaciones oficiales, supuse que él le había caído bien. De alguna manera, su aprobación era importante para mí.

Ahí, en el cuaderno, apuntaba todo lo que se me ocurría. Copiaba los versos de mis poetas favoritos o recopilaba palabras que me llamaban la atención, hacía bocetos rápidos, anotaba ideas y también intentaba crear yo mis propios poemas, con la rima y la medida que me apetecían (a veces, sin la una ni la otra). Atesoraba la libreta con cuidado, y entre sus hojas había envoltorios, postales, sobres... Encontré la carta vacía de mis padres, y me detuve un momento.

Tal vez debería contárselo a alguien.

Pero decidí ignorar mis pensamientos y pasar la página. Y entonces hallé, escrito con tinta color sepia, un poema. Rima V, de Bécquer.

Había unos puntos suspensivos al comienzo y otros al final de la estrofa. Si no recordaba mal, el poema tenía cerca de ochenta versos, pero yo había decidido apuntar solo cuatro:


(...)

Yo soy la ardiente nube

que en el ocaso ondea;

yo soy del astro errante

la luminosa estela.

(...)


Decidí cerrar la libreta de golpe y volver a apagar la luz.

No estaba para darle más vueltas a la cabeza.

☾✩☽✩☾☼☽✩ ☾✩☽

A las seis de la mañana o cosa así, alguien llamó a mi puerta.

Me incorporé deprisa. No quería reconocerlo, pero había estado soñando con él, y no entendía por qué me obsesionaba tanto. ¿Qué era, tonta? Pues lo parecía, y mucho.

¿Quién diantres sueña con un chico que acaba de conocer?

Los golpes volvieron a resonar en la puerta de plata. Me levanté, cogí una piedra luminosa para no tropezarme por el camino y me acerqué.

Otro amanecer juntosWhere stories live. Discover now