CAPÍTULO 28. ESTRELLAS ROTAS

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Había dejado a Ocaso sin decirle nada antes de entrar en la improvisada clase de esgrima, así que volví a la puerta que daba al jardín y lo busqué, pero no lo encontré. Fui a la biblioteca y estaba Cénit. Me dijo que mi amigo (bueno, ahora más bien era mi novio) había vuelto a salir al laboratorio. E hizo hincapié en que hoy lo notaba diferente.

Sabía que intuía algo; esta chica era increíble.

Me ofreció un par de libros de teatro que consideraba interesantes, pero ahora no tenía ánimos de leer nada, así que me disculpé y procedí a deambular por el palacio. Aún me quedaban papeles, ya si eso los firmaría después.

Mis pasos me llevaron de manera aleatoria al gran salón, la amplia estancia en la que se celebraban las fiestas, los bailes y otros actos solemnes. Con un suspiro, recordé la vez que había bailado aquí con Ocaso, hacía ya dos meses. Quién me iba a decir a mí que me volvería tan próxima a este chico...

Después de echarle un último vistazo al salón, regresé sobre mis pasos y decidí subir las escaleras que conducían al observatorio astronómico. No era mi lugar favorito del palacio, pero sí era un sitio inspirador. Había perdido la cuenta de las veces que me había subido a esa torre a escribir poemas, mientras el amable y taciturno maestro Cirro, el astrónomo, observaba el cielo nocturno, me mostraba las estrellas y me ayudaba a encontrar las constelaciones. Era un sitio interesante, desde luego; sin embargo, la biblioteca me fascinaba mucho más.

Subí como unos cien escalones antes de llegar a la estancia circular que constituía el observatorio. Estaba en la cúspide de una de las torres centrales del palacio, y una gran cúpula esférica transparente cubría su techo, mostrando una increíble vista del cielo, la luna y las estrellas y galaxias que tan lejos de nosotros se encontraban. Algunas de sus ventanas estaban abiertas, y el gran telescopio principal, situado justo en el centro de la estancia, sobresalía por uno de los cristales; por eso el frío inundaba toda la habitación y tuve que abrazarme a mí misma para darme calor. Había otros telescopios auxiliares, más pequeños y enfocados hacia distintos puntos. Sabía que algunos de ellos tenían visión ultravioleta e infrarroja.

El lugar también estaba lleno de libros, aunque eran todos de física, meteorología y astronomía, y se encontraban amontonados sin control en las estanterías de plata de los laterales. Había sillas y mesas llenas de objetos y maquinaria necesarios para el oficio, y un gran ventanal al fondo que mostraba la ciudad completa, vista desde lo alto.

Y, sin embargo, tenía que haber una persona para estropearlo todo.

No me había acodado que este sitio era el patio de recreo de Helio, y mi horror fue notable cuando me di cuenta de que el maestro Cirro no estaba por ningún lado, pero el fastidioso joven de pelo naranja se encontraba en mitad de la sala, echando un ojo al vasto universo por el telescopio.

Ojalá no rompiera nada.

Pensé que tal vez sería mejor idea volver sobre mis pasos, porque no tenía ninguna gana de hablar con él, pero era demasiado tarde. Helio me había escuchado resoplando al terminar de subir las escaleras y no tardó nada en girarse, intrigado.

La sonrisa que se le formó en la boca al verme no me gustó nada.

—Anda, pero mira quién ha venido a molestar...

—Cierra el pico —intenté frenarle.

—La señorita Estela y sus aires de grandeza. Has aparecido aquí, tan cerca de las estrellas, porque te crees una, ¿no? Con tu falso brillo de noble y tu ego de mierda, pensarás erróneamente que este es lugar para ti.

—Cállate —le espeté—. Eres tú quien está usando esta sala sin permiso, sin ver que eres un paleto y vas a cargarte toda esta maquinaria.

—Perdona, yo sé bien lo que estoy haciendo, a diferencia de ti. —Sonrió, con ironía—. Estoy ayudando al señor Cirro con un proyecto. ¿Qué estás haciendo tú? Solo distraer a Ocaso y gemir cuando no te da la atención que necesita tu corazoncito de noble para sobrevivir.

Otro amanecer juntosUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum