CAPÍTULO 31. LOS RAYOS DEL SOL

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—¡Estáis todos locos! —Fue la reacción de Cénit al enterarse a la mañana siguiente de lo que había ocurrido por la noche.

Ni los tarros llenos de algas y setas fresquitas lograron que se calmara.

—¡Hemos salido ilesos! —Se intentó excusar Ocaso, ganándose una colleja de parte de su amiga de la que me reí muy fuertemente.

Después de que los lobos nos acorralaran, internamente yo había perdido toda esperanza de escapar. Las historias sobre estos animales que me habían contado desde que era una niña no auguraban un destino muy prometedor si te pillaba una jauría. Eran depredadores, y la Deidad les había otorgado el dominio absoluto de estas tierras mucho antes de que los primeros seres humanos las pisaran. Los lobos, criaturas ancestrales, conocían el terreno a la perfección y se alimentaban de todo animal que encontraran: conejos, zorros, alces... Y hasta personas.

El miedo era real y natural, y por eso me había quedado paralizada junto a mis dos amigos, cerrando los ojos y esperando a la muerte.

Pero esta nunca vino, principalmente porque Luna la ahuyentó.

Al darnos la vuelta, observamos cómo la princesa literalmente había aparecido en mitad de la nada, como si nos hubiera seguido desde el palacio. No iba en silla de ruedas, sorprendentemente, e iba vestida con la ya característica capa y pantalones largos, lo cual me resultó extraño, pues normalmente ella iba con vestido. Sostenía en su mano el cetro mágico, con la esfera brillando intensamente, y sin vacilación se interpuso entre nosotros y los lobos, con paso firme y manteniendo el contacto visual con el mayor de ellos, el cual supuso que sería el macho alfa.

Para nuestra sorpresa, los depredadores retrocedieron, tal vez asustados por el brillo antinatural del arma, mientras Luna seguía avanzando, poco a poco.

Les estaba demostrando quién mandaba.

—Largo de aquí. No podéis tocar a estas personas.

Como si de algún tipo de hechizo se tratase, los lobos se encogieron y huyeron tan deprisa como habían aparecido, con el rabo entre las piernas, no sin dirigirnos una última mirada de rabia y enseñarnos los colmillos, gruñendo.

Esperé hasta que el último de ellos desapareciera y la princesa se diera la vuelta hacia nosotros para intervenir.

—Luna, yo...

—¿Se puede saber en qué diantres estabais pensando?

—¡Ha sido culpa mía! —se apresuró a puntualizar Ocaso, atrayendo la atención de mi amiga.

—Deberías controlar tus impulsos científicos —resopló ella, pero por su tono pude inferir que el enfado se le había pasado muy rápido—. En fin, lo importante es que estáis vivos. Y sin heridas. —Puso los ojos en blanco—. Debería haber supuesto antes que querríais salir de excursión una última vez, y si os hubiera acompañado habríais estado más seguros. Bastante es que os sintiera en peligro y tuviera tiempo suficiente para encontraros. Recordad que los animales nocturnos no reconocen a nadie como superior excepto a los portadores del Don, por lo que en el momento en el que entráis en su territorio sois enemigos para ellos.

—¿Esa es la razón por la que han huido al verte?

—Efectivamente.

—Tenía entendido que aún necesitabas tu silla de ruedas —objetó Neón, participando en el diálogo.

—Ya me encuentro mucho mejor.

—No creo que... —quiso decir Ocaso, pero una mirada de la princesa lo hizo callar. Sus ojos se posaron en los de ella durante varios segundos, y su expresión cambió de la intriga al horror en pocos segundos. Estaban manteniendo una conversación mental, obviamente, y yo no estaba invitada—. Ah.

Otro amanecer juntosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora