CAPÍTULO 24. DESEO FATÍDICO

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Retrocedí, casi tropezándome con el bajo del abrigo de mi amiga. Los ojos centelleantes del habitante me impactaban, haciéndome sudar pese a las bajas temperaturas. Traté de abrir la boca para reprenderle por su falta de respeto, pero no fui capaz de emitir ningún sonido. Para mi fortuna, Cénit acudió a mi rescate.

—Solo estamos paseando, señor Afelio —parecía que lo conocía—. No se preocupe por nosotras.

El hombre nos escrutó con una mueca de enfado, frunciendo el ceño porque no era capaz de ver bien mi rostro bajo el gorro y el cuello alto del abrigo. Al fin, se dio por vencido y se marchó tal y como había venido, no sin antes saludar:

—Buenas noches.

Nos quedamos mirando cómo se internaba en el bar y el alboroto aumentaba con su presencia. Me giré hacia mi amiga, interrogante, pero ella me ignoró y señaló la plaza del pueblo.

—Allí es donde se reúnen las mujeres a hablar, tal vez te guste más.

—Cénit. —Retuve su brazo—. ¿Cuántos habitantes tiene este pueblo?

—Unos doscientos, ¿por qué?

—Pues por eso —me rasqué la cabeza, igual que hacía el bibliotecario cuando no entendía algo—. ¿Cómo puede ser que tú, que trabajas en el mismísimo palacio, vengas de aquí?

Ella sonrió.

—Todos los niños de los pueblos vamos a estudiar a partir de los quince años a las ciudades más cercanas. Yo estuve en Wlea, y allí es más fácil separar a los alumnos notables de los mediocres. A los segundos se les manda de vuelta a sus pueblos, mientras que los primeros pueden seguir en el sistema educativo. Si son lo suficientemente buenos, acaban de profesores o en la Universidad Universal.

—Entonces, ¿eres superdotada? —bromeé.

—No, más bien soy muy trabajadora y un poco afortunada a veces —rio—. Pero te aseguro que este mecanismo funciona de verdad —señaló a su alrededor—. Muchos de los que ahora son obreros no sirven para más, créeme. Es cierto que, si la educación que tenemos se preocupara por que todos entendieran las cosas, la mayoría de ellos estarían trabajando de verdad en oficios que aportaran mucho más al reino; pero las cosas están hechas para que solo los inteligentes puedan salvarse, mientras que el pueblo llano trabaja cada día y recibe a cambio un salario mísero.

O sea, que la clave para cambiar el mundo no estaba en la economía, sino en la educación... Debía de asegurarme de contárselo a Luna.

En ese momento, los gritos del bar se hicieron más fuertes, y la puerta se abrió. Apareció una marea de hombres; estos llevaban piedras luminosas y las hachas en alto, y corrieron en dirección a la plaza, tras su cabecilla. Se me paró el corazón cuando descubrí que el líder iba enfundado en una capa con capucha negra.

Agarré a Cénit del brazo para arrastrarla hacia la multitud. Ella me hizo un gesto de negación, pero insistí, y nos colocamos entre un par de fornidos mineros.

No era muy prudente lo que hacíamos, pero era la única manera. Traté de empujar hasta colocarme en primera fila, donde pude observar que el encapuchado se había subido al bordillo del estanque y estaba dando un discurso. Sus manos, al descubierto, eran rojas y regordetas, y no había rastro en ellas de uñas largas, el otro símbolo del grupo de Luna; por lo tanto, pertenecía a nuestros verdaderos enemigos. Y me fijé en otro detalle importante: llevaba una máscara negra que le tapaba toda la cara. Era imposible saber quién era.

—Paisanos, ¡esto es una barbarie! —gritaba—. El fruto de nuestra tierra, la carne y las algas; la madera que cortamos de los árboles y el metal que extraemos de la montaña... ¡todo ello sirve para alimentar a unos nobles caprichosos!

Otro amanecer juntosWhere stories live. Discover now