CAPÍTULO 34. EL INTERIOR DE LA MONTAÑA

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Salimos con Cénit del palacio por la puerta de los sirvientes, envueltas en capas blancas que nos permitirían camuflarnos en la nieve. No me había dado tiempo de cambiarme de ropa, así que seguía con el mismo vestido verde con el que había visto amanecer con Ocaso esta misma mañana.

Ahora aquello me parecía tan... lejano. Mi mente lo recordaba como un sueño irreal, no había manera humana de que aquello hubiera ocurrido hoy. Sacudí la cabeza. La luna ocupaba gran parte del cielo, y veíamos las estrellas más brillantes mientras corríamos por las calles, pero la noche y el silencio que reinaba en la capital nos envolvían en una atmósfera totalmente diferente, sumiéndonos en un ambiente tenso y agitado, como en otro sueño, pero previo a una pesadilla.

No podía creerme que mis padres estuvieran en peligro... Otra vez. Apreté dientes y puños, tomando más velocidad y poniéndome a la altura de Luna, que iba delante de mí, agarrando su báculo con fuerza.

Tropecé y me caí al suelo. El vestido se me llenó de barro, pero solo respiré hondo y me puse de pie otra vez. Había que levantarse.

—¿Estás bien? —preguntó Cénit, a lo cual asentí—. Necesitamos encontrar el teletransportador.

—Obviamente, porque andando no vamos a ir —coincidió la princesa—. Pero puede resultar peligroso. Cubríos bien en la capa.

La obedecimos, envolviéndonos en la capucha. El personal del teletransporte no nos puso ninguna pega, para nuestra sorpresa, pero nos dirigió una mirada interrogatoria cuando les dijimos que íbamos a Canopea. De todas maneras, no hicieron preguntas.

Una vez en la capital del ducado, Luna sacó una imagen virtual del mapa que nos había preparado Helio, buscando rutas para llegar a la mansión de mis padres, la cual se encontraba en una zona privada a las afueras de la población, bastante lejos de donde estábamos ahora.

—Una hora andando, ¿no?

—Si tomamos esta ruta, sí. Hay que continuar por este barrio hasta salir de la ciudad, y luego hay que seguir el curso del río. ¿Lleváis armas? Puede ser un viaje movidito.

—Solo contamos con tu poder para protegernos —susurré, lastimeramente.

—No pasa nada. Cénit, ¿esta población que marcan en el mapa puede suponer un problema?

—No creo que lo sea —contestó ella tras analizarla—. Pongámonos en marcha.

Las seguí, mientras sorteaban calles que cada vez estaban menos concurridas. Vimos una o dos patrullas de no más de seis soldados, pero sin sobresaltos. Tomamos un camino que nos llevó a un bosque cercano, y desde allí pudimos divisar el flujo de agua oscuro que descendía por el valle, desde lo alto de las montañas, y desembocaría miles de kilómetros más abajo, en el mar del sur.

Anduvimos en fila, una detrás de la otra, siguiendo el curso del río, entre los arbustos y jaramagos blancos. Un par de veces pisé en falso, mi pie resbaló en el lodo y a punto estuve de caerme al agua helada, si no fuera porque me detuve a tiempo. Continuamos avanzando, sin detenernos. El frío empezaba a apretar al llevar tanto tiempo expuestas a él, pero nos las ingeniamos para calentarnos aumentando la marcha.

—¿Tú sabías algo, Luna? —le pregunté a la princesa después de un rato en silencio—. De lo de Gala, me refiero.

—Sospechaba —se encogió de hombros—. Sabes que sospecho de muchas cosas siempre. Es una buena amiga y nunca me había dado razones para dudar de ella, aunque no me tomó por sorpresa. Llega un momento en el que una no confía en nadie.

—¿No confías en mí? —quise saber.

—Cada vez confío más —sonrió, pero entonces escuchamos un cántico popular con letra nada alentadora, y nos escondimos entre las hierbas silvestres—. Cuidado.

Otro amanecer juntosNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ