CAPÍTULO 32. EL RÍO DE LA VIDA

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A las doce en punto, Ocaso y yo llegamos al palacio real, después de un apresurado viaje en tren. Mi maleta aún seguía deshecha en la habitación que me habían dado en Astellus, pero ya la recuperaría más tarde. Ahora había asuntos más importantes que tratar.

Había pasado todo el viaje llorando, intentando derramar el menor número de lágrimas posible, y recuperar todas las que podía. El bibliotecario también había dejado caer algunas por su predecesor, aunque ambos habíamos logrado más o menos contener la pena.

El señor Fotón había sido una figura paternal para los dos. La última vez que lo habíamos visto estaba tan alegre y lleno de energía que no me podía explicar qué había ocurrido. Ocaso se puso en contacto mentalmente con Luna, y ella nos confirmó lo que sabíamos: al parecer lo habían hallado muerto en sus aposentos esta mañana.

Se había atragantado con un cacahuete.

No podíamos creerlo. Entramos en palacio y lo vimos más desierto y apagado de lo habitual. Aunque hacía justo un día desde que nos habíamos ido, probablemente alguien ya se hubiera dado cuenta de nuestra fuga; sin embargo, nadie nos dijo nada ni hizo ningún aspaviento.

Era como si todo el mundo esperara vernos allí, como si supuestamente aquel fuera nuestro lugar.

Nos encontramos con la princesa en una de las salas de espera de la planta baja. La notaba inquieta y preocupada. Nada más vernos, dijo:

—Ya he avisado a Whilem, pero no sé cuánto tiempo tardará en venir. Me huelo un ataque inminente; no deberíais haber regresado.

—¿No fuiste tú quién nos llamaste? —quise saber.

—No, sospecho que esto ha sido una estrategia para devolveros al palacio. Es curioso, a primeras horas de la madrugada se hizo pública otra muerte, la del duque de Alba. El veneno que ingirió le ha llevado lentamente a la tumba.

—No pareces sorprendida —añadió Ocaso.

—No lo estoy. Todo esto está relacionado. Si queréis ver al señor Fotón, está en una sala médica; puedo llevaros. Se ha dado la casualidad de que el doctor Estrato tampoco estaba en palacio, y ha sido una muchacha de prácticas la que ha dado el diagnóstico de la autopsia.

La seguimos hasta una zona cerrada, con apariencia vieja, llena de sillones médicos, escritorios, pósteres en la pared y estanterías con medicamentos en botes oscuros. La luz lunar se colaba de forma mística por la única ventana, iluminando el cuerpo de una persona, tumbado sobre la camilla. Una chica joven de pelo rubio claro nos dio la bienvenida.

—Doctor Ocaso —susurró entre dientes, tal vez aterrada—. Si usted hubiera estado en palacio, nada de esto habría sucedido.

Mi amigo se acercó al cuerpo del anciano, el cual, pese a todo, mantenía una sonrisa apacible. Sus ojos estaban cerrados, y su bigote y barba blanca contenían restos de comida (cáscaras de cacahuete, posiblemente), pero era bastante apreciable una mancha en la túnica blanca del erudito, a la altura del pecho.

La sangre grisácea teñía la ropa aún, pese a que la muerte se habría producido horas atrás.

—Esto no ha sido un atragantamiento —espetó el bibliotecario, con voz seca y cortante—. Esto ha sido un asesinato.

Me acerqué con cuidado al cuerpo del que había sido mi segundo padre. Pese a la pena que me producía verlo así, empecé a sentir un flujo de fuego en mi sangre, y el ansia de la venganza en mi aliento.

—¿Hay una marca de un arma? ¿Un estoque o una daga?

Quienquiera que le hubiera hecho eso pagaría por ello.

Otro amanecer juntosWhere stories live. Discover now