CAPÍTULO 30. POESÍA LACUSTRE

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Tal y como prometí, a las doce en punto de la noche estaba enfilando el pasillo rumbo a la habitación de Ocaso, sumida en mis propios pensamientos y con un abrigo grueso bajo el brazo.

En un planeta en el que siempre era de noche, encontrar un momento de descanso era complicado. Por convenio, se habían fijado unas horas que coincidían con los movimientos de la luna, y así se reglamentaban las actividades laborales, comerciales y el tiempo de descanso. Había unas horas, entre las doce de la noche y las siete de la mañana, en las que nadie solía salir a la calle, pues estaban todos durmiendo. No es que deambular por ahí estuviese prohibido, más bien era que uno no iba a encontrar nada que hacer.

Ocaso me había dicho que algunos animales se habían adaptado a nuestro ritmo, y le había tenido que dar la razón. Lobos y zorros árticos se movilizaban en lo que para nosotros era el momento de descanso, así para ellos el riesgo de encontrarse con posibles cazadores era menor. Aunque todos sabíamos que, en las aldeas mineras, muchos habitantes estaban despiertos de manera interrumpida a cualquier hora, para que las minas no estuvieran sin vigilancia.

Llamé a la puerta en cuanto estuve allí y el que me abrió fue Neón. Me escrutó de arriba abajo y chistó con desaprobación.

—¿Cómo narices vas a seguir nuestro ritmo ahí fuera con eso puesto?

Me miré, sin comprender.

—Es lo más cómodo que tengo.

Literalmente llevaba un vestido blanco, largo hasta los pies, que complementaba con unos guantes altos, pues era de tirantes. Aún se me veía una pequeña franja de piel, y llevaba toda la zona del cuello al descubierto, pero me importaba lo que venía siendo un pepino.

Ocaso apareció detrás de Neón, con cara de asombro.

—¿No tienes unos pantalones o algo? —preguntó el pelirrojo, sin entender.

—No —negué, con una sonrisa.

—Déjala y vámonos ya —intervino el bibliotecario—. Cuanto antes salgamos, antes volveremos.

Cerraron la puerta y me condujeron hacia la salida al exterior que usaban los sirvientes. Fuimos a parar al jardín y sorteamos un par de guardias antes de salir por la verja de los criados. Una vez fuera, descendimos con cuidado la pequeña colina sobre la que se situaba el palacio. Agradecí haber llevado mis confiables botas y no unos zapatos de tacón con los que seguro que me habría despeñado.

—Tenemos que coger una ruta directa hacia el norte —informó Ocaso, que llevaba un reloj con pantalla desplegable. En esta se veía un pequeño mapa—. Son solo unas calles de la capital las que tenemos que recorrer antes de llegar a un camino secundario que nos llevará a los pueblos circundantes y al área de campo que buscamos.

—¿Vamos a hacer un estudio botánico? —quise saber.

—Sí, recuento de especies —Neón me mostró unos papeles que habían preparado—. Queremos conocer cuáles son los distintos árboles y hierbas, pero estamos especialmente interesados en los organismos poiquilohidros. Entiéndase: algas, hongos y briofitos.

—Nunca nadie ha escrito nada sobre este tipo de flora aquí —aseguró Ocaso—. Por eso queremos ser los primeros en hacerlo.

—Entonces vamos a buscar... ¿setas?

—Je, no exactamente. Tú espera y verás.

Me fijé en lo que llevaban con ellos. Ambos tenían puesto, como yo, un abrigo para guarecerse del frío, pero además llevaban en la espalda sendas mochilas. No tenía ni idea de qué había dentro, aunque a los lados colgaban redes y pequeños botes ocupaban los bolsillos exteriores. Supuse que llevarían contendores para recoger muestras y otros instrumentos botánicos.

Otro amanecer juntosWhere stories live. Discover now