WHILEM

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La estación estaba llena de transeúntes, pero por fortuna encontré un banco vacío. Aproveché para descansar, pues el día estaba siendo muy largo. El transporte para Océano Rojo salía en unos minutos, y viajaba de incógnito, así que no debía llamar la atención. Había conseguido que me anularan las clases en la Academia, aunque no me podía permitir perder otro día más.

Me ajusté la capa, consciente de que había gente observándome, cuando reparé en dos personas entre la multitud.

Eran ellos.

Caminé en su dirección para saludarlos. El Maestro de las Estrellas no había cambiado casi nada desde la última vez que lo había visto, hacia casi cincuenta años. Seguía trabajando para nosotros, pero desde Lunática, claro, y vestía como siempre su túnica blanca. Los rizos enmarcaban su frente y su cara, ahora la de un hombre ya maduro.

Cogida de su mano y hablando sobre algo estaba ella. Me sorprendió verla con un vestido sin mangas, aunque llevaba el pelo en uno de sus semirrecogidos habituales, y sus pendientes dorados tintineaban con sus pasos.

—Pareja —saludé, quitándome mi sombrero.

—¡Whilem, cuánto tiempo! —sonrió él, luminosamente. Su esposa lo imitó.— ¿Qué tal todo? ¡Hacía una eternidad que no nos encontrábamos!

—Bastante bien; estoy de misión, por cierto. ¿Venís de Lunática? ¿Cómo está la Reina Lunar?

—Se encuentra bien, aunque ocupada con los jaleos económicos —intervino la noble de cabello esmeralda.

—Estoy algo alejado de ella últimamente —suspiré. Había detalles que no podía contarle a nadie—. Pero algún día volveré. Por cierto —cambié el tema de conversación deliberadamente—, he leído vuestros últimos libros. Los estudios de poblaciones, los análisis históricos y también todos los volúmenes poéticos.

—¿Has leído mi libro de poesía? —preguntó ella, con una chispa en sus ojos.

—Claro. Uno de los más bonitos que he tenido el placer de contemplar nunca; los poemas están a la altura de los de Illa en cuanto a expresividad, si no más.

Su mirada se iluminó, llena de agradecimiento.

—¿Lo ves? —añadió su esposo—. Sabía que eran buenos.

—Yo... No sé qué decir... —balbuceó, azorada.

—Espero que sea el primer libro de muchos —comenté, divertido—. Contadme algo más, por favor. He escuchado que la diva Galaxia espera un bebé, ¿puede ser?

—Sí, aunque estamos algo preocupados por ella.

—Su enfermedad no hace más que empeorar -suspiró su amiga—. Aunque mantenemos la esperanza, porque se encuentra muy bien de ánimo.

—Algún día lograremos curarla del todo y se recuperará —el Maestro besó a la noble en la frente.

Desde aquí podía percibir el amor que sentían, algo único que se veía pocas veces en el universo. Sus almas estaban tan unidas que daba la impresión de que nada podría separarlos nunca. Era muy hermoso, aunque también inquietante, y me hacían sentir extraño, como preso de una nostalgia interna.

—¿Y vosotros? —quise saber—. ¿No vais a tener descendencia?

Se miraron. Parecían haber preparado la respuesta.

—La Reina aún no ha traído hijos al mundo... Así que, como nosotros también somos herederos al trono, no podemos tenerlos antes que ella.

—Ya veo... ¿Pensáis tener alguno?

Sabía que la noble, sonrojada ante la mirada divertida de su esposo, esperaba tener cinco como mínimo, pero su respuesta fue bastante vaga:

—Bueno, no lo sé. Ya veremos. Hay mucho tiempo.

No había tanto. Yo mismo me había convencido de que estaba haciendo las cosas bien, pero los años volaban y nosotros, pese a nuestro envejecimiento decelerado, cada vez estábamos más cerca de dejar de servir. Inspiré hondo, serenándome, para ver cómo, en un acto de ternura, ambos se abrazaban.

Me fijé en que mi transporte estaba a punto de llegar, y tuve que despedirme de ellos. Le besé la mano a la dama y se la estreché al caballero, con una mezcla de pesar y simpatía en mis ojos. Después, volví a ponerme el sombrero y caminé hacia el andén.

Ojalá la vida me hubiera tratado a mí como les había tratado a ellos.

Años después, me daría cuenta de que no tenía que haber deseado eso.

Otro amanecer juntosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora