35 Sila: Montaña aplastadora

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Pego la espalda a la corteza

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Pego la espalda a la corteza. No puedo mirar más allá de nuestro escondite. El dolor de esos alaridos me eriza la piel. Caronte parece poco afectado por lo que sucede al pie de esa montaña aplastadora y la observa con atención.

–¿Quieres decir que las estamos esclavizando? –pregunto sin que me responda. Mi pregunta es tan obvia. Cómo odio que la máscara cubra sus expresiones. Tras varios segundos de silencio me atrevo a hablar de nuevo–. Somos los villanos, ¿verdad?

–Observa y decide. ¿Ves al que está vestido de traje negro? ¿Notas la diferencia entre él y los Porfiria?

–¿Qué es eso de Porfiria?

–Vampiros.

–Oh, claro. Venimos a espiar vampiros. ¿Lo dices en serio?

Caronte asiente–. ¿Notas la diferencia con el de traje?

–No sé. ¿El de traje tiene mejor gusto para vestir?

Caronte emite un bufido exasperado.

–Creo que... –Olfateo sorprendiéndome a mí misma de poder detectar aromas a esta distancia–. Él tampoco huele humano. Huele como a alguna flor y mirra, y su corazón late más lento de lo normal.

–Es un Daimón. Su raza es responsable de que las puertas al infierno se hayan abierto. Se supone que son jueces, servidores de Anubis que envían las almas sucias hasta su balanza, pero este como muchos se cree dios. Les está dando a elegir entre morir demolidas por la montaña o la supuesta vida eterna. Lo que no les dice es que si aceptan su oferta, su alma se perderá junto con sus posibilidades de volver a nacer. Se volverán Porfirias.

Vuelvo a asomar un ojo y entrecierro la mirada–. Porfirias... ¿No se vuelven como él?

–No. Los Daimones se reproducen sexualmente, pero, aparte de que ya no hay tantas daimonesas, Anubis los ha castigado por no cumplir su trato y pocos pueden concebir. En sus intentos por crear vida, crearon monstruos. Sus creaciones carecen de alma.

Por Dios, Caronte es como una enciclopedia satánica. Hasta me da miedo preguntar. Lo peor es que entiendo lo que quiere decir. Puedo sentirlo. Los Porfiria parecen ocupados por un vacío cruel.

–¿Pero si no poseen alma, qué cosa los habita?

Caronte desvía la mirada hacia mí. Los ojos de carbón relampaguean como si sonriera debajo de esa máscara putrefacta. El burbujeo que bulle en mi estómago ante ese atisbo de belleza es totalmente involuntario. De verdad, su máscara da asco.

–Los habitan los vicios y la inmoralidad. Necesitan consumir almas para mantenerse «vivos». Dudo que esta vez Anubis salve a los daimones de autodestruirse.

–Por mi puta madre... ¿Le está dando a beber de su sangre?

Caronte asiente.

La mujer que se ha prensado a la muñeca del Daimón gime como si estuviera a punto de tener un orgasmo. Parece drogada con «éxtasis»; se jalonea las ropas abanicándose un calor que solo ella siente en este frío. Cuando la mujer gime de placer, el Daimón le rompe el cuello. Inclino el torso por el borde del árbol, doblo las rodillas y despego los talones del suelo. Quisiera correr a matarlos, pero Caronte evita que lo haga sosteniendo mi hombro.

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