43 Caronte: Me niego a soltarte

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Tártaro y Thaumiel se aparecen en sus asientos y chocan manos

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Tártaro y Thaumiel se aparecen en sus asientos y chocan manos. Fijo mis ojos en la máscara de Thaumiel cuando inclina la cabeza hacia Sila en un saludo. Sila tiene el corazón acelerado, aunque no entiendo el motivo. Debería estar más relajada que la última vez.

Los motores rugen estrepitosos. Tártaro y Thaumiel comienzan a hablar a señas para comunicarse sobre el sonido de los motores. Tártaro está seguro de que será nuestra última misión suicida. Algunos de los demonios egipcios son benévolos, pero no verán bien una invasión a su territorio. Me dice a señas que los cadáveres abundan alrededor de la zona, lo cual es bueno. El lugar por sí solo se ha hecho de una fama, así que los mortales no serán un obstáculo. Tampoco vieron Daimones o Porfirias, es demasiado peligroso hasta para los seres sobrenaturales.

Tártaro se carcajea en esa entonación tétrica que le da su máscara.

–La Soberana nos habrá quitado la voluntad –grita a todo pulmón–, pero moriré bajo mis propios términos.

Cuando menos ya se le pasó el humor ácido.

Todos se acercan a la escotilla, sacan las placas octagonales de sus bolsillos y las golpean contra sus pechos, menos Sila que permanece quieta mirando al suelo. La armadura de Horus se despliega para envolverlos en la armadura protectora y saltan. Solo quedamos ella y yo en la cabina. Pareciera que no quiere mirarme a los ojos.

Me coloco mi propia placa de Horus, me levanto y le hago señas para que se acerque. Como se queda en su lugar meneo la cabeza en desaprobación y la alzo de un brazo para retirar su gabardina.

En verdad no logro comprenderte en esta encarnación ni saber cómo perdiste tanto conocimiento; tú, que nos enseñaste a volar a todos; tú, que dirigías el mayor ejército olvidado de la historia.

Desabrocho tus botones. Ahora sí estás usando la ropa apropiada y es demasiado delgada y ajustada como para no notar tus curvas femeninas. Me humedezco los labios y te miro a los ojos. Tus párpados se abren asustados y vuelves a bajar la mirada. Te giro espaldas a mí por la cintura, dilatando el roce de mis manos en tus caderas para enganchar el mosquetón detrás de ti. Introduzco un brazo debajo del tuyo para oprimir tu placa contra tu esternón y las celdillas se amoldan a tu cuerpo. Estás más tiesa que la primera vez.

Suprimo la risa cuando vuelves a poner las manos en el borde para evitar el salto, aunque esta vez no gritas obscenidades. Te mantienes en ese extraño silencio que empieza a preocuparme. Tu resistencia es en vano. No evitarás que te haga saltar. Te empujo con un arrimón y decimos adiós al piso de la aeronave.

La fuerza de gravedad pierde su efecto a esta altura. Hubiera esperado que abrieras los ojos esta vez y no te encogieras en una bala.

¿Cómo puedo hacer para ayudarte a que te relajes?

Deberías recordar cuando menos esto para tener una oportunidad de supervivencia en nuestro destino. Me abrazo a ti y te escucho un gemido. Tus cabellos bailan sobre mi nariz y reprimo el impulso de inhalarte. Se me arremolina la sangre en el pecho por las ansias de apretarte contra mí. Alcanzo tus manos para abrirte los brazos y oprimo el botón en tu cuello que te descubre el rostro.

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